Según el índice de paz global publicado ayer por el Instituto para la Economía y la Paz (IEP, por sus siglas en inglés), una institución privada con sede en Sidney, Australia, México ocupa la posición 121 de 153 naciones en ese rubro, por debajo de países latinoamericanos como Honduras (lugar 117), Bolivia (76) o Argentina (55), o de naciones como Siria (116), Egipto (73) y Ruanda (lugar 99). Según el informe referido, los indicadores que más afectan la pérdida de la paz en México son el nivel de la violencia de los criminales (muy alto), la recurrencia de las violaciones a los derechos humanos (alto), y el número de homicidios por cada 100 mil habitantes (alto).
Aunque el baño de sangre que se desarrolla actualmente en el territorio nacional no obedece a algún conflicto bélico internacional –como sí es el caso de algunas de las naciones referidas en el informe–, es obligado recordar que el fenómeno se origina, en buena medida, en factores exógenos, como la insaciable demanda de estupefacientes ilícitos en Estados Unidos, la falta de voluntad de las autoridades de ese país para frenar el flujo ilegal de armas a México y su tradicional indolencia en el combate a la corrupción y a las redes de complicidad dentro de las oficinas públicas y las corporaciones de seguridad estadunidenses. Un dato significativo al respecto es la detención, ayer mismo, de tres empleados del departamento del sheriff del condado de Maricopa, Arizona, acusados de contrabando de drogas, tráfico de indocumentados y lavado de dinero.
Por lo que hace a las cifras de desplazados internos por conflictos armados, la evaluación positiva obtenida por el país en ese rubro en el estudio del IEP contrasta con la información proporcionada ayer por el secretario de Gobierno de Michoacán, Fidel Calderón Torreblanca, quien informó que mil 300 personas han debido abandonar sus lugares de origen y refugiarse en albergues estatales a consecuencia de las balaceras ocurridas en las últimas horas en la región de Tierra Caliente; con los alarmantes datos procedentes de alguas regiones tamaulipecas en las que el completo descontrol de los grupos armados irregulares y la ausencia del Estado se han traducido en pueblos fantasmas, o con la súbita proliferación de propiedades inmuebles deshabitadas en Ciudad Juárez y otras localidades del norte del país.
El empecinamiento oficial en una estrategia anticrimen equivocada no sólo ha extendido la violencia y el desasosiego por el territorio nacional –con los consecuentes efectos negativos en términos de normalidad institucional y democrática–; también ha profundizado la desatención de las autoridades federales ante el severo deterioro en las condiciones de vida que padece el conjunto de la población. Esto último puede apreciarse con claridad en el informe recientemente publicado por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) en el que se ubica a México como una de las naciones con peores índices de calidad de vida entre las que forman parte de ese organismo, particularmente en lo que se refiere al ingreso, la salud y la educación.
La ubicación de nuestro país en los últimos lugares de las mediciones internacionales en materia de paz y calidad de vida permite ponderar el estrecho vínculo entre flagelos como la pobreza, la desigualdad, la desintegración del tejido social y el desempleo, por un lado, y el auge delictivo, la descomposición institucional, la inseguridad y la pérdida de control por parte del Estado en amplias regiones del territorio, por el otro.
Lo que cabría esperar del gobierno en esta circunstancia es, en lo inmediato, la reformulación de su estrategia fallida y contraproducente de combate a la delincuencia y la consagración de las autoridades a la tarea urgente de pacificar el territorio y reconstruir la seguridad pública. Pero para que esas medidas tengan sentido y viabilidad, resulta imperativa una reorientación en las prioridades gubernamentales, que incida en el mejoramiento de la calidad de vida de la población, empezando por el reconocimiento de la inviabilidad del modelo económico vigente –generador inexorable de criminalidad y violencia– y la reorientación del gasto público hacia la construcción de infraestructura y el restablecimiento de mecanismos de bienestar social: a fin de cuentas, si hoy se permite que se profundicen las condiciones de tragedia social en que se gesta la delincuencia, no habrá política de seguridad ni policía ni presupuesto que puedan derrotarla.