La Jornada - Editorial
La aplicación de la nueva modalidad del programa Hoy no circula
entró ayer en vigor en la Ciudad de México y en las áreas mexiquenses
conurbadas, y parecía que ello ocurriría con pocas sorpresas: sistemas
de transporte sobresaturados, irritación de automovilistas, paulatina
agilización del tránsito a lo largo del día y algunos incautos
sancionados por sacar sus vehículos cuando no debían hacerlo. Sin
embargo, los reportes del Sistema de Monitoreo Atmosférico no indicaron
mejoría alguna en las condiciones atmosféricas, y quedó abierta la
posibilidad de que a partir de hoy se aplique la fase uno de
contingencia ambiental.
El defecto más claro del Hoy no circula es su anacronismo: fue implantado por primera vez hace más de un cuarto de siglo sobre una flota vehicular mucho más reducida y mostró sus límites cuando tuvo, como efecto inesperado, un incremento del parque vehicular que compensó la reducción original de automotores –20 por ciento–, con el agravante de que muchas familias adquirieron autos viejos y en mal estado para poder usar ese medio de transporte toda la semana.
Esa consecuencia imprevista no sólo se debió a un apego excesivo al automóvil por parte de la ciudadanía que lo usa –y que ha sido sistemáticamente fomentado por la industria del ramo, por los medios electrónicos y por las propias autoridades–, sino también porque las deficiencias del transporte público y la ausencia de planeación urbana convierten al automóvil en un instrumento indispensable para incontables personas. De ahí se desprende la necesidad de abordar la crisis ambiental no sólo mediante la restricción del número de vehículos en circulación, sino sobre todo por medio de decisiones radicales que exceden con mucho los ámbitos del viejo Distrito Federal y del estado de México, sus delegaciones y municipios, y que atañen más bien al ámbito federal.
Resulta impostergable, por ejemplo, emprender una política de
descentralización efectiva y sustancial, y convertirla en uno de los
ejes de la política económica nacional, no sólo para neutralizar los
peligros de catástrofe ecológica y humana que penden en forma permanente
sobre el valle de México, sino para impulsar el desarrollo en otras
regiones del país.
Por otra parte, la Federación, la capital y el estado de México no
deben escatimar ni regatear los recursos necesarios para ampliar y
dignificar los sistemas de transporte público subterráneos y de
superficie, eléctricos y de combustión, como una forma efectiva de
disuadir a las personas de usar sus automóviles. En forma conjunta debe
darse una mínima racionalidad a la dinámica de desarrollo urbano, hoy
basada en la especulación inmobiliaria. En los ámbitos locales es
necesario, asimismo, poner fin a la nefasta tendencia a privatizar
vialidades, sea por obra de los vecinos que cierran calles o por
concesiones a consorcios para construir y operar rutas confinadas y de
paga que contribuyen a la asfixia de la movilidad gratuita, y es
preciso, desde luego, fomentar el uso de medios de transporte no
contaminantes, tanto eléctricos como de tracción humana.
Lo que se ha visto hasta ahora, por desgracia, es una patente falta
de capacidad de las instancias estatales y las federales para trabajar
en forma coordinada. Cabe demandarles que cobren conciencia de la
gravedad de la situación, que depongan los jaloneos, golpeteos y
colisiones y se empeñen en dar respuesta integral, de fondo y efectiva a
la crítica circunstancia.