Editorial-La Jornada
En víspera de que concluya su gestión como consejero presidente del Instituto Federal Electoral (IFE), Leonardo Valdés Zurita afirmó: estoy entregando un IFE en mejores condiciones que lo recibí”. Se refirió a ese organismo como “una institución consolidada” y resaltó que se organizaron dos elecciones federales en las que no hubo “complicación jurídica ni política alguna”. A renglón seguido, el funcionario dijo desconocer el monto de su finiquito –el cual, de acuerdo con estimaciones extraoficiales, podría alcanzar 1.7 millones de pesos, a los que habría que sumar 1.5 millones para cada uno de los tres consejeros que también dejan el cargo–,
pero sostuvo que ese pago se realizará “en términos de la normatividad aprobada por la Junta General Ejecutiva” y que se trata de una liquidación a la que por ley tiene derecho.
Semejantes pagos podrán ser, en efecto, legales, pero resultan injustificables si se toma en cuenta que los consejeros del IFE salientes recibieron grandes cantidades de dinero por concepto de remuneraciones durante su gestión, y son, además, inmorales en un entorno social caracterizado por la pobreza y la miseria, más el severo deterioro en los sistemas públicos de salud, educación y emergencias nacionales, como evidenció el reciente paso de huracanes. Es inevitable situar, en este contexto, los más de seis millones de pesos que presumiblemente recibirán los consejeros salientes del IFE con la suma recabada ayer por todos los trabajadores de ese instituto –alrededor de 860 mil pesos– para donar a los damnificados de los ciclones Ingrid y Manuel.
Las cantidades señaladas resultan doblemente inadmisibles si se cotejan con el desempeño reciente del IFE en su responsabilidad fundamental: organizar procesos electorales equitativos, transparentes y confiables. En efecto, durante los comicios presidenciales de 2012 los integrantes de ese organismo decidieron mirar hacia otro lado ante la puesta en marcha de maniobras tradicionales y sofisticadas de compra y coacción de votos –denunciadas por Andrés Manuel López Obrador desde marzo de ese año–; fueron omisos en sus actividades de monitoreo de los medios de comunicación, desde los cuales se apuntaló la candidatura de uno de los aspirantes a la Presidencia, y, pese al desaseo generalizado y las irregularidades el día de los comicios, los calificaron de “limpios” y “ejemplares”, en una clara extralimitación de sus facultades y obligaciones legales.
De tal forma, el IFE encabezado por Valdés Zurita refrendó el descrédito en que quedó la institución a raíz de la gestión de Luis Carlos Ugalde, prolongó el déficit de legitimidad que aquejó a la Presidencia de la República durante el sexenio de Felipe Calderón y acentuó la crisis de representatividad que padece la institucionalidad en su conjunto.
Por lo demás, el oneroso proceso de recambio de los consejeros del IFE plantea un ejemplo del derroche y la frivolidad imperantes en los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial y en los órganos autónomos, cuyos integrantes perciben salarios y otras percepciones insultantes para la mayoría depauperada de la población, emplean el dinero público para dotarse de condiciones de trabajo faraónicas y ostentan sin pudor todos esos beneficios a través de ejercicios de “transparencia administrativa”.
Es necesario, ante tal circunstancia, dotar al país de un marco regulatorio que sirva para contener las excesivas percepciones de funcionarios, las cuales convierten el servicio público en un impulsor de las desigualdades del país, y restituya el sentido republicano que debiera prevalecer en la administración pública, sentido hoy eclipsado por el afán de enriquecimiento y de satisfacción de ambiciones personales a costa del erario.
Fuente: La Jornada
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