Carlos Fazio | LA Jornada Opinión
Fue un crimen de Estado. Las ejecuciones sumarias extrajudiciales de los estudiantes Jorge Alexis Herrera y Gabriel Echeverría, de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, Guerrero, fueron sendos crímenes de Estado que involucran, por acción y omisión, a los gobiernos estatal y federal. Pese a las evidencias periciales, testimoniales, gráficas y fílmicas que involucran a varios agentes estatales, a 42 días del uso desproporcionado de la fuerza pública en la Autopista del Sol, seguido de tratos crueles y tortura contra otros estudiantes, los criminales siguen impunes.
Desde un principio, la falta de cooperación de las autoridades fue evidente. Actuaron con dolo y de manera conspirativa. Ratificando su vocación represiva, autoritaria y criminal, procedieron al margen de los protocolos antimotines correspondientes y con total desprecio por los derechos humanos. Funcionarios de primer nivel del gobierno de Guerrero y de la Policía Federal mintieron de manera deliberada para distorsionar, enredar y ocultar los hechos. Las autoridades alteraron la escena del crimen y mediante una “operación barrido” destruyeron y/o desaparecieron pruebas y evidencias para encubrir a los responsables materiales e intelectuales de la violenta acción represiva.
La Comisión Nacional de los Derechos Humanos documentó que el uso de la fuerza letal contra civiles desarmados obedeció a un acto consciente de causar daño más allá del control de la situación. Además se quiso fabricar un culpable. Un chivo expiatorio. Mediante tortura y la siembra de un fusil de asalto se intentó manufacturar un falso positivo a la mexicana. El estudiante Gerardo Torres Pérez fue doblemente victimizado. Capturado en el lugar de los hechos, fue aislado e incomunicado. Lo desnudaron, le mojaron el cuerpo y lo golpearon en la espalda, costillas y cara para que se incriminara. Después, sus captores lo llevaron a una casa abandonada en Zumpango y lo obligaron a disparar un arma AK-47 –cuerno de chivo– y tocar los casquillos percutidos para impregnar sus manos con pólvora, con la intención de imputarle el asesinato de sus compañeros.
El montaje, atribuido por el estudiante al comandante de la policía ministerial David Urquizo (quien sigue activo), lo divulgó mediáticamente el ex procurador estatal Alberto Rosas López, quien manejó la presencia en el lugar –con fines desestabilizadores, dijo– de “grupos civiles ajenos” al gobierno y los estudiantes. Y sin la autopsia correspondiente, a pocas horas del crimen “reveló” que las víctimas presentaban impactos de arma AK-47, “que no usan las corporaciones del estado, cuyos elementos acudieron al lugar desarmados”.
El uso excesivo de fuerza letal frente a la protesta social de los estudiantes de Ayotzi se dio en el marco del operativo Guerrero seguro, donde participan diversas corporaciones de seguridad (Ejército, Marina, Policía Federal y Procuraduría General de la República) que responden a una coordinación interinstitucional, cuyo mando superior se ubica en el gabinete de seguridad nacional de Felipe Calderón. La estrategia es coordinada por el secretario de Seguridad Pública federal, Genaro García Luna. En la acción también intervinieron agentes de las policías preventiva y ministerial del estado de Guerrero.
El operativo estuvo a cargo del subsecretario de Seguridad Pública local, general Ramón Miguel Arriola Ibarra, quien declaró a los medios: “El gobernador me pidió limpiar y la carretera está limpia”. Durante la “limpieza” hubo un uso excesivo de armas de fuego. No hubo enfrentamiento. Se empleó fuerza letal para reprimir estudiantes desarmados. Diversas videograbaciones permitieron contabilizar 300 detonaciones de fusiles de asalto y 200 disparos con escuadras, revólveres y rifles de bajo calibre en sólo ocho minutos. Muchos tiros fueron al aire. Pero varios autobuses donde se refugiaron estudiantes exhibieron impactos de bala en vidrios y carrocería. La tragedia pudo ser mayor.
Los homicidios no debieron ocurrir. Pero alguien dio la orden y ésta bajó por la cadena de mando. El o los asesinos tiraron a matar; lo hicieron a sangre fría. Herrera recibió un tiro en la cabeza; Echeverría, en el cuello. Los autores materiales de los disparos son agentes de un poder violento. Quien ordenó tirar lo hizo con lúcida conciencia. Fue una acción intencional y calculada que obedeció a una estrategia de poder, como engranaje o eslabón imprescindible de un sistema de gobierno o una provocación interpares.
Quedan muchas preguntas pendientes: ¿cuál fue la línea de mando?, ¿quién estuvo a cargo del operativo?, ¿quién ordenó el envío de efectivos con fusiles de asalto a desalojar una manifestación de estudiantes?, ¿quién en la cadena de mando político y operativo ordenó abrir fuego y con qué criterios?, ¿quién ordenó modificar la escena del crimen y desaparecer evidencias?, ¿quiénes coaccionaron, previa tortura física y sicológica, al estudiante Gerardo Torres para que accionara un arma sembrada y se incriminara?, ¿por qué no están detenidos los torturadores?, ¿por qué no se tomó declaración al general Arriola, quien proporcionó un testimonio incontrovertible: “El gobernador me ordenó limpiar”? ¿Quién incendió la bomba de gasolina: un joven furioso, “hasta la madre” por tanta injusticia y violencia, un agente provocador, una bala o granada? ¿A qué actores políticos, grupos caciquiles o poderes fácticos convenía, en la antesala de un año electoral, montar una provocación criminal en Chilpancingo? ¿Quiénes tienen capacidad para hacerlo? ¿Hubo terceros instigadores del uso de la violencia sistémica que al intentar “incendiar” Guerrero perseguían profundizar la desestabilización del país?
El martirio de Echeverría y Herrera es referente simbólico de punición para toda la comunidad de Ayotzinapa y fue planificado para conducir a una parálisis social, mediante el terror y amedrentamiento, de la protesta estudiantil. No alcanza el grito indignado ¡Nunca más! Es necesario comprender qué ocurrió y cómo ocurrió. Conocer la verdad histórica. Ambos crímenes de Estado no deben quedar impunes.