
MÉXICO, D.F. (Proceso).- La violencia carcome a México, y la
sociedad, indefensa, se refugia en la pasividad o resiste como mejor
puede. En el trasfondo está un hecho gravísimo: el Estado perdió el
control sobre la violencia.
Las violencias del Estado. Para Max Weber el Estado preserva o delega el “monopolio del uso legítimo de la fuerza” para garantizar la seguridad de la ciudadanía. En las masacres ocurridas en México desde 1968 el Estado no ha cumplido con esas obligaciones y esto conecta hechos aparentemente separados como Tlatelolco y Ayotzinapa.
El 2 de octubre de 1968 el jefe de un Estado fuerte y
centralizado, el presidente Gustavo Díaz Ordaz, organizó y ordenó una
matanza de inocentes; y esa noche la violencia se salió de control. Si
en la Plaza de las Tres Culturas vimos toda la fuerza del Estado, en
Iguala contemplamos a un Estado debilitado, displicente e ineficaz,
aceptando tácitamente que la delincuencia organizada gobierne y se
apropie del monopolio de la fuerza. Una paradoja cruel es que el partido
nutrido por el Movimiento del 68 (el PRD) terminara siendo cómplice de
la violencia criminal.
La verdad. En Tlatelolco y Ayotzinapa el
Estado intentó ocultar, distorsionar o dosificar la información de lo
que había pasado. La sociedad organizada nacional y extranjera se lo
impidió.
Después del 2 de octubre el gobierno de Díaz Ordaz
primero quiso responsabilizar al Movimiento para justificar la masacre y
luego hizo todo lo que estuvo a su alcance para lograr que se olvidaran
los hechos. La sociedad nunca olvidó aquel día y la prensa extranjera y
una coalición plural de periodistas, académicos y artistas mexicanos
construyeron un relato alternativo en el cual el Ejército era señalado
como el asesino.
Las Fuerzas Armadas resintieron la acusación y
en 1999 los descendientes del entonces secretario de la Defensa, general
Marcelino García Barragán, entregaron a Julio Scherer García, fundador
de la revista Proceso, los documentos que completaban el crucigrama y
los exoneraba. García Barragán explicó que su comandante en jefe, el
presidente de la República, envió a un grupo de oficiales del Estado
Mayor Presidencial a disparar contra estudiantes, policías y militares.
Por eso lo llamaron la “trampa de Tlatelolco”. Tuvieron que pasar tres
décadas para saber lo que había pasado.
Casi medio siglo después
se ha reescrito en Iguala un guion parecido. El gobierno de Enrique Peña
Nieto reaccionó en las primeras semanas con indiferencia, luego hizo
promesas y cuando terminaba 2014 intentó mandar la matanza al archivo.
En un discurso pronunciado el 4 de diciembre en Coyuca de Benítez el
presidente pidió en tres ocasiones “superar” el trauma. La mañana del 27
de enero de 2015 fue más explícito: para él, había llegado la hora de
superar el “dolor y (la) tristeza” por los 43 desaparecidos; ya no
podemos, dijo, seguir “paralizados y estancados”. Una hora después Jesús
Murillo Karam proclamó su ya famosa “verdad histórica”.
La
sociedad mexicana y la comunidad internacional frenaron el carpetazo, y
de la indignación nacieron tres informes que permiten tener una idea
precisa de lo que sabemos, lo que ignoramos y lo que es prioritario
investigar. El 6 de mayo una comisión del PRD integrada por Pablo Gómez,
Octavio Cortés y Pablo Franco presentó un informe importante porque da
muchísimos detalles sobre la manera como la principal tribu perredista
(Nueva Izquierda) entregó a José Luis Abarca el permiso para saquear y
ensangrentar el municipio. Es un texto indispensable para entender la
degradación de un partido que representa al Estado en algunos
ayuntamientos y entidades.
Ayotzinapa forzó el relevo en la
cúpula de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos que desde
noviembre de 2014 ha estado batallando por salir de la irrelevancia. El
23 de julio la CNDH presentó un informe llamado “Estado de la
investigación del caso Iguala”, en el cual calificó el hecho como “el
más grave conjunto de violaciones a los Derechos Humanos” en nuestra
historia reciente. La CNDH descartó la “verdad histórica” peñanietista y
desnudó las incompetencias y descuidos del Estado mexicano, a cuyas
instituciones asignó diversas tareas.
El 6 de septiembre de 2015
el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) –invitado y
financiado por el gobierno mexicano– produjo un documento que sepultó
definitivamente la “verdad histórica” y exhibió a un Estado desordenado,
remendón e incompetente. El GIEI va más allá cuando contextualiza la
tragedia y señala el gravísimo problema de desapariciones forzadas y
desatención a las víctimas y familiares.
El gobierno de Enrique
Peña Nieto parece haber corregido su actitud previa. Aceptó el regaño
público del GIEI, reabrió un caso que había cerrado en enero pasado y
tal vez renueve el mandato del GIEI. Esa muda de piel, ¿significará que
la PGR investigará en serio, castigará a todos los responsables y
tratará con respeto a las víctimas, o es una maniobra para desgastar y
dividir a los padres y madres?
Justicia. La verdad no es sinónimo
de justicia, pero sin una reconstrucción rigurosa de los hechos es
imposible acercarse a ella.
Iguala está siendo la primera masacre
en la historia nacional en la cual parece que nos acercamos con una
rapidez inusual a conocer los hechos de manera integral. Es mérito de
los familiares de las víctimas, de la sociedad mexicana y de la
comunidad internacional. En la medida en la cual mejore el conocimiento
se hace posible acercarse a la hasta ahora inalcanzable justicia. Aunque
ha pasado un año se mantiene la presión sobre el Estado. No podemos, no
debemos claudicar. Nunca habíamos estado tan cerca de conocer en
detalle las acciones, omisiones y responsabilidades de todos los
actores. En la medida en que lo logremos estaremos golpeando de frente a
la impunidad y estaremos empujando al Estado, o a algunas de sus
partes, a cumplir con su principal obligación: asegurarse de que la
fuerza se utiliza de manera legal y legítima en beneficio de nuestra
seguridad. l
Nota del autor: Clementina Chávez Ballesteros colaboró con información y sugerencias al texto.
Fuente: Proceso
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