Editorial-La Jornada
El lunes pasado el diario La Jornada dio a conocer que, en un estudio encargado por el Instituto Federal Electoral (IFE) a la empresa consultora Deloitte, se describe un grave desorden administrativo en la estructura de ese organismo autónomo, lo cual en seis años habría costado 2 mil millones de pesos a las arcas nacionales. Otros aspectos descritos en el documento son la disfuncionalidad de áreas nodales, como la dirección ejecutiva de prerrogativas; la duplicidad de funciones en varios sectores; el exceso de personal en la jerarquía de la institución y la existencia de áreas que no tienen razón de ser. El diagnóstico es tan sombrío que en el seno del Consejo General del IFE se decidió considerarlo reservado, es decir, ocultarlo a la opinión pública.
Ese mismo día, representantes de algunos partidos ante el IFE pidieron que se diera a conocer el estudio en cuestión, postura que fue rechazada por el consejero presidente, Leonardo Valdés Zurita, y otros consejeros, con alegatos tales como que “alguien que dolosamente malinterprete la información del documento puede incrementar la incertidumbre” por la que atraviesa la institución electoral (Lorenzo Córdova) o que “un tema tan delicado” no debiera ventilarse en los medios (Marco Antonio Baños). Por su parte, Valdés Zurita pretendió desviar la atención del tema central –el alarmante desaseo administrativo dentro del IFE– con el argumento de que la filtración del estudio de Deloitte significó “una vulneración al reglamento” y pidió a este diario que revelara su fuente de información, lo cual, dijo, “mucho ayudaría en materia de transparencia”.
Más allá del cinismo patente en tal postura –la pretensión de desviar la atención sobre el destino de 2 mil millones de pesos dilapidados con una pesquisa sobre una presunta infracción reglamentaria y una solicitud por demás improcedente e inquisitiva–, el descontrol de los altos mandos del IFE ante la revelación es ilustrativa de la descomposición que impera en ese organismo autónomo en las postrimerías del encargo de los actuales consejeros y en vísperas de lo que, cabe esperar, sea una restructuración y una renovación ética profunda de la autoridad electoral federal.
Reservado o no, lo que el documento de Deloitte deja ver es la discrecionalidad y la falta de rigor con dinero y recursos que pertenecen a la nación, así como la creciente disfuncionalidad de una institución que en sus orígenes generó en la sociedad esperanzas de inicio de democratización en el país, y que progresivamente sucumbió a los vicios tradicionales del viejo sistema político: intercambio de favores, complacencia ante las irregularidades y complicidades encubiertas bajo una delgada cáscara de legalidad. De tal manera, durante las gestiones de Luis Carlos Ugalde y del propio Valdés Zurita, el IFE fracasó en su objetivo de organizar y supervisar elecciones transparentes, equitativas y confiables, y esa frustración provocó una grave fractura política en la sociedad.
La muestra máxima de ineficiencia es que los órganos de mando de la institución –los políticos y los administrativos– hayan debido invertir 16 millones de pesos –que fue la suma facturada por Deloitte por el estudio de marras– para enterarse de los vicios, desviaciones y desperdicios multimillonarios que ellos mismos y sus predecesores han propiciado en el que fue, hasta hace cosa de una década, un elemento que apuntaba a la democratización nacional, y que hoy constituye un ingrediente de cerrazón y simulación.
Si quedara alguna duda sobre la necesidad urgente de reconstruir la máxima autoridad electoral del país, los sucesos de los días pasados la han despejado por completo: el IFE debe ser restructurado y saneado. En su composición y estructura actuales el organismo no sólo no garantiza elecciones limpias, sino que ni siquiera puede hacer gala de probidad, transparencia y eficiencia en el manejo de los recursos que se le confiere.