Editorial-La Jornada
Ayer, a 45 años del crimen de Estado cometido en la Plaza de las Tres Culturas de esta capital contra estudiantes, jóvenes y ciudadanos inermes, se llevó a cabo una marcha multitudinaria y pacífica para recordar aquellos agravios y los presentes. Concurrieron los dirigentes históricos del movimiento estudiantil de 1968, contingentes de estudiantes contemporáneos, maestros en lucha contra la llamada reforma educativa y otros sectores ciudadanos progresistas. Fue, en general, una manifestación pacífica y ordenada en un entorno urbano injustificablemente cercado y sitiado.
Sin embargo, el accionar de pequeños grupos violentos derivó en actos vandálicos, confrontaciones con elementos policiales, decenas de lesionados en ambos bandos y, sobre todo, en un desplazamiento de la manifestación central en la mira de la opinión pública, hecho al que contribuyó el gran despliegue mediático de los zipizapes y la escasa cobertura brindada a la culminación de la marcha y al mitin que tuvo lugar, finalmente, en la glorieta del Ángel de la Independencia.
El inusitado y excesivo despliegue policial, por un lado, y la presencia de grupos resueltos a provocar violencia y de policías vestidos de civil se repitió una vez más, como ocurrió el 1º de diciembre de 2012 y el 13 de septiembre pasado. Otra similitud con esas fechas fue la detención y el severo maltrato de personas ajenas a los hechos de violencia.
Este patrón de hechos hace pensar que existe el designio de criminalizar la protesta social pacífica, asociarla en el ámbito de los medios con la barbarie y la violencia irracional y crear en la opinión pública corrientes de juicio propicias para una política represiva en gran escala. Ante la pregunta inevitable sobre el origen de semejante determinación, peligrosa, provocadora y autoritaria si las hay, la respuesta ineludible, de acuerdo con los elementos de juicio disponibles, es que parece provenir de uno o varios estamentos del poder público. Así lo indican la introducción de grupos de choque de las corporaciones policiales en las protestas del 1º de diciembre y del 13 de septiembre, la tolerancia de las autoridades ante actos de destrucción de propiedad pública y privada y, posteriormente, el atropello y el exceso contra ciudadanos –jóvenes, en su gran mayoría– que se conducían en forma documentadamente pacífica.
Tales tácticas evocan, quiérase o no, el uso criminal por el poder público de grupos irregulares de provocación, choque y represión, como el Batallón Olimpia en 1968, los halcones en 1971 o los grupos porriles que actuaron –y siguen haciéndolo– en contra de diversas instituciones universitarias.
Una de las principales diferencias entre aquellos tiempos y los actuales es que la organización ciudadana, las redes sociales y la disponibilidad generalizada de instrumentos de tecnologías de la información han hecho posible, ahora, documentar de manera fehaciente el accionar de esos mecanismos de provocación de violencia y represión. En tal circunstancia, las autoridades –locales y federales– tienen ante sí el deber de indagar esos usos inaceptables e ilegítimos de la fuerza del Estado, deslindarse de los mandos que han recurrido a ellos y sancionarlos conforme a derecho.
Esta violencia que parece programada y fabricada para las cámaras, en primer lugar, y en segundo para los ojos de una ciudadanía pacífica pero descontenta, a la que se buscaría dar un escarmiento, no puede tener cabida en el México contemporáneo. Por el contrario, resulta uno de los remanentes del Estado autoritario que hace 45 años perpetró la masacre de Tlatelolco. Así fuera por esa sola razón, hoy mantiene toda su vigencia la consigna: no se olvida.
Fuente: La Jornada
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