Con la disminución, proyectada para los siguientes 15 años, de la capacidad instalada de la Comisión Federal de Electricidad de 11 mil 93 megavatios –que equivale a 28 por ciento de la capacidad total de la paraestatal, sin contar la de los productores privados independientes–, el gobierno federal da una nueva muestra de su proclividad a debilitar las empresas propiedad del Estado en el rubro energético, con miras a la generación de grandes oportunidades de negocio para particulares.
Aunque la Secretaría de Energía recurra a consideraciones sobre los costos de operación y la vida útil de las unidades generadoras de electricidad para justificar la medida, ésta es consistente con el rumbo adoptado por las administraciones federales del ciclo neoliberal, que han pretendido minimizar e incluso anular la intervención del Estado en sectores estratégicos para el país, como el energético. Debe recordarse que desde 1992, en el sexenio de Carlos Salinas de Gortari, se avanzó en forma determinante en la llamada privatización silenciosa del sector eléctrico, con las modificaciones a la Ley de Servicio Público de Energía Eléctrica, que permitieron otorgar permisos a empresas trasnacionales como Mitsubishi, Unión Fenosa, Iberdrola y Electricidad de Francia para que participaran en la industria eléctrica nacional. Esta situación se agravó durante el sexenio foxista, cuando se autorizó que los permisos de supuesto autoabastecimiento, otorgados a algunas compañías, incluyeran la figura de asociados beneficiados, lo que hizo posible que un productor privado pudiera vender a terceros la energía que genera, mediante la simulación de sociedades.
El resultado de este proceso ha sido la creación y consolidación de una red de generación paralela a la del Estado, que produce, en la actualidad, 49.72 por ciento de la electricidad que se consume en el país. La pretensión de disminuir la capacidad de la CFE permitiría, pues, profundizar la desnacionalización de ese servcio durante, por lo menos, los siguientes dos sexenios.
La privatización de facto que se realiza en el sector eléctrico no sólo deriva en la creación de negocios formidables para un puñado de inversores privados, en detrimento del sector público, también impacta –según han documentado especialistas en la materia– en el incremento de las tarifas para los consumidores finales y, por extensión, en el alza generalizada de productos y servicios. Tanto más grave resulta la posible responsabilidad de estas prácticas en la multiplicación del potencial devastador de fenómenos naturales, como los que han afectado varias zonas del país: en noviembre de 2007, en el contexto de las inundaciones ocurridas en Tabasco –en especial en su capital– a consecuencia del desbordamiento del río Grijalva, el gobernador de esa entidad, Andrés Granier Melo, demandó a la CFE el cierre inmediato de la presa Peñitas, cuya capacidad había sobrepasado los niveles recomendables en meses previos. Significativamente, esa medida fue señalada por sectores de la oposición como un acto deliberado para procurar ganancias a empresas de electricidad privadas.
El designio privatizador del sector energético, que ha avanzado lenta pero sostenidamente en las anteriores dos décadas, a contrapelo de la letra y el espíritu de la Carta Magna, ha comprometido la entrega de parte del patrimonio nacional en manos de unos cuantos y ha causado la pérdida del dominio de la nación sobre las funciones constitucionalmente estratégicas en materia eléctrica. Ante tal circunstancia, y en ausencia de un gobierno con visión de Estado y vocación nacionalista, corresponde a la ciudadanía rechazar abiertamente las intenciones privatizadoras del sector eléctrico y del energético en general.