La Jornada - Editorial
La compañía automotriz
japonesa Mitsubishi Motors admitió ayer que manipuló los reportes de una
prueba de ahorro de energía realizada a 625 mil vehículos desde
mediados de 2013 con el propósito de presentar niveles de emisiones
contaminantes menores que los reales. No es la primera vez que esa
productora de autos japonesa se ve envuelta en un escándalo de este
tipo, pues en el año 2000 ya se había visto obligada a reconocer el
ocultamiento sistemático de informes de seguridad y quejas de
consumidores.
En el caso de este escándalo, el cual ya provocó una caída de 15 por ciento en el valor accionario de la compañía, destaca que la manipulación fue descubierta debido a que 468 mil de los motores con falsos reportes de emisiones fueron maquilados para Nissan, empresa que encontró discrepancias entre las pruebas que realizó y las cifras proporcionadas por Mitsubishi, con lo que el fraude fue puesto en evidencia.
Es inevitable relacionar la presente revelación con la crisis desatada en septiembre de 2015 en Volkswagen, cuando una organización no gubernamental con sede en Estados Unidos reveló que la entonces compañía automotriz más grande del mundo había instalado un software en millones de motores a diésel de alta potencia diseñado para engañar los controles ambientales. El consorcio alemán se vio obligado a reconocer que el programa con que equipó sus vehículos era capaz de detectar cuándo estaban siendo sometidos a una verificación estática de emisiones a fin de reducir temporalmente la generación de gases tóxicos producidos por el motor.
Salvando las peculiaridades de cada caso, resulta sintomático
que el descubrimiento de estas prácticas irregulares haya provenido de
entidades distintas de la autoridad oficialmente responsable de regular y
supervisar el funcionamiento industrial. Esta repetición de eventos tan
graves en un periodo de sólo medio año evidencia una falta generalizada
de controles gubernamentales sobre el desempeño empresarial, lo que en
los hechos constituye una patente de corso para el libertinaje económico
encarnado en la búsqueda de ganancias corporativas desbocadas a
expensas de consumidores y del planeta y en abierta burla a las
autoridades. El sacrificio tanto del medio ambiente como de la seguridad
y la salud de los clientes en aras de maximizar la rentabilidad de
corto plazo es un perentorio mentís a la especie, propalada por el
capital y sus ideólogos, de que el control social e institucional de las
actividades corporativas resulta innecesario gracias a los códigos de
ética, certificaciones y normas de calidad de excelencia voluntariamente
adoptados por los grandes consorcios.
No queda sino preguntarse cuál será la siguiente empresa, del ramo
automotriz o de otro, que se verá envuelta en un escándalo de este tipo,
pues la ausencia de mecanismos reales y rigurosos de verificación da
margen para suponer que los de Volkswagen y Mitsubishi no son casos
aislados. Es posible incluso que pertenezcan a un patrón generalizado de
prácticas corporativas dañinas posibilitadas por las persistentes
omisiones.