
Emilio Godoy/IPS - Contralinea
Montrose, Pensilvania, Estados Unidos. La estadunidense Vera Scroggins ha sido demandada cinco veces por la industria petrolera, y desde octubre de 2013 pesa sobre la mujer una orden judicial de restricción permanente para acercarse a sus instalaciones.
“Me siento como una ciudadana a medias,
porque las empresas pueden hacer lo que quieran y los ciudadanos no. Las
corporaciones han violado las leyes ambientales y siguen operando”,
lamenta a Inter Press Service (IPS) esta agente inmobiliaria retirada,
madre de tres hijos y con dos nietos.
Desde 2008, Scroggins, del movimiento
Shaleshock Media, es una decidida activista contra la exploración y
explotación del gas de esquisto (de roca o lutita) en el municipio de
Montrose, en el estado de Pensilvania, en el Noreste del país.
El desarrollo de este hidrocarburo no convencional, también conocido por el vocablo inglés shale, requiere de la técnica de la fractura hidráulica, fracking en inglés.
En esta localidad, habitada por cerca de 1
mil 600 personas y parte del condado de Susquehanna, hay alrededor de 1
mil 100 pozos en unos 600 campos, además de 43 estaciones que compactan
el gas para transportarlo lejos.
Todas estas infraestructuras están próximas a viviendas y escuelas, y están en manos de siete empresas.

Este estado está atravesado por la cuenca gasífera Marcellus, uno de los tres grandes depósitos del recurso que han convertido a Estados Unidos en Frackistán, por la utilización creciente del fracking en la industria del petróleo y del gas.
En estos depósitos, la molécula del
hidrocarburo está atrapada en rocas profundas, perforadas y quebradas
por la inyección cuantiosa de una mezcla de agua, arena y aditivos
químicos, que se consideran nocivos para la salud y el ambiente.
De esa forma, el gas o el petróleo se
liberan. Pero la tecnología genera masivos volúmenes de desechos
líquidos que deben tratarse para su reciclaje y de emisiones de metano,
más contaminante que el dióxido de carbono, el mayor responsable del
calentamiento planetario.
“Los pozos contaminan el agua con el
metano, y el gas se fuga a la atmósfera. Mucha gente no sabe qué pasa,
no tiene información. No me siento segura con el fracking”,
denuncia Scroggins, quien vive en Montrose con su esposo, un maestro
jubilado, y tiene como vecino un pozo gasífero que opera a 1 kilómetro
de su casa.
El fracking ha alterado el
paisaje, pues el desarrollo de los pozos se ha traducido en la presencia
de docenas de camiones que transportan tierra, arena y agua.
Las compañías plantan altas torres de
acero para perforar el pozo y, cuando sale el gas, es como si una
plancha pasara por encima, porque el terreno queda visiblemente
aplanado. Sólo florecen la tapa del pozo y los tubos que transportan el
hidrocarburo, critican sus forzados vecinos.

En su Prospectiva anual de energía 2015,
la estatal Administración de Información Energética indica que en 2014
el sector del esquisto aportó 11 billones 34 millones de pies cúbicos de
gas, equivalentes a 47 por ciento de la producción gasífera total del
país.
La producción petrolera de esquisto,
añade el informe, fue de 4 millones 2 mil barriles diarios el año
pasado, equivalente a 49 por ciento de la extracción total de crudo en
el país.
El petróleo es la principal fuente
nacional de energía, con 36 por ciento del total; seguida del gas, con
27 por ciento, y el carbón, con 19 por ciento.
En Pensilvania, la producción de gas saltó de 9 mil 757 pies cúbicos en 2008 a 3.05 millones en 2013.
En este estado, la cuna del primer boom
petrolero estadunidense y de la fractura hidráulica, se han perforado 9
mil 200 pozos, mientras los permisos concedidos superan los 16 mil.
Estados Unidos es el país que en forma
más intensiva y comercial explota actualmente los hidrocarburos de
esquisto. Ese desarrollo se facilitó desde que en 2005 la Ley de
Política Energética eximió a la industria petrolera de las siete mayores
normas ambientales. Por ello, la industria ha desatado una marejada de
querellas en torno a cuestiones ambientales, sanitarias y contractuales,
cuando las regulaciones estaduales le eran adversas.
En septiembre de 2012, el Congreso
legislativo estadunidense aprobó la Ley de Petróleo y Gas, conocida como
Ley 13, que cancelaba la potestad de las localidades de avalar o vetar
permisos de hidrofractura.
Luego de la apelación interpuesta por
concejos, personas y organizaciones ambientales, la Suprema Corte de
Justicia del país declaró inconstitucional esa ley, lo cual facultó
nuevamente a las administraciones locales a utilizar sus legislaciones
territoriales para tomar decisiones sobre el desarrollo del shale en sus jurisdicciones.
El viajero se topa constantemente en la
carretera con letreros que dicen “Mantenga hermosa a Pensilvania”, pero
lo que sucede en sus arterias rurales poco contribuye con ese lema.
Ray Kimble, un mecánico de 59 años, puede
atestiguar la contradicción con ese reclamo en Dimock, la cercana
localidad donde vive. Denuncia a IPS que su pueblo sufre la
contaminación del agua desde 2009, por los residuos de la industria
gasífera, donde él trabajó como transportista.
“Han destruido el pueblo. No los queremos
aquí”, afirma Kimble, quien alega que tiene tos persistente y los
tobillos inflamados por los gases con que estuvo en contacto mientras
laboró en el sector. Ahora se niega a beber el agua que sale de los
grifos y se dedica a transportar el recurso a familias afectadas por una
denunciada contaminación.
Dimock es un pueblo de cerca de 1 mil 500
habitantes y escenario del muy premiado documental Gasland, del
estadunidense Joshua Fox, que expone los daños ocasionados por el fracking e incubó las primeras demandas legales en contra de los llamados “señores del shale”, que desembocaron en arreglos extrajudiciales. La casa de Kimble está a poco más de 150 metros de un pozo de gas.
Con el esquisto “hay ganancias a corto
plazo, pero ¿qué pasa cuando los campos se secan y queda el legado de
desechos?”, dice a IPS el activista Tyson Slocum.

“Queda agua contaminada, fluidos de reflujo, transformación de áreas agrícolas rurales afectadas por la operación de los pozos. Hay pocas obligaciones legales y financieras a largo plazo para garantizar que el legado es abordado adecuadamente”, señala este director del Programa de Energía del no gubernamental Public Citizen. Esta organización promueve la defensa del consumidor y ha asesorado a afectados por el fracking.
La industria se enfrenta ahora a la caída
de los precios internacionales de los hidrocarburos, la contracción del
financiamiento y a una creciente oposición de la población a su
tecnología.
En los últimos 8 meses, unas 400 ciudades en 28 estados han aprobado vetos o moratorias al fracking.
Los casos más trascendentes se produjeron en los estados de Nueva York,
que censuró esa extracción en diciembre, y Vermont en 2012.
“¿Por qué no colocan un pozo al lado de
la casa de un político? Los ciudadanos no los queremos junto a nuestras
casas”, plantea Scroggins.
“Ojalá no ocurra una fuga mayor, porque
será devastadora. Pero la industria no acepta haber hecho algún mal”,
añade la activista.
Para Slocum, los estados se han acomodado
a los intereses de la industria. “El balance entre ganancias y salud
pública ha sido envilecido; el debate sobre empleos y beneficios
económicos es secundario”, sentencia.
Emilio Godoy/IPS
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