Carlos Martínez García - Opinión
Para el obispo de
Celaya, Benjamín Castillo Plascencia, el activismo del sacerdote
Alejandro Solalinde lo muestra como un chicharronero. El titular de la
diócesis celayense aseguró que Solalinde no acata los dictámenes de la
Iglesia católica, no está en comunión con su obispo y es protagonista
porque le gusta que lo sigan las cámaras televisivas. ¿Por qué hizo
señalamientos tan excesivos?
Castillo Plascencia reaccionó acremente contra Solalinde Guerra porque éste hizo ciertas afirmaciones sobre el autoritarismo prevaleciente históricamente en la Iglesia católica romana. En un foro realizado en la Universidad Iberoamericana, campus León, Guanajuato, el padre Solalinde señaló que la Iglesia católica “es autoritaria y no escucha a los ciudadanos y sigue siendo ‘chicharronera como en la Edad Media’ […] reconoció que la misma Iglesia no los escucha [a los ciudadanos], y actúa en forma autoritaria”.
Lo de que la Iglesia católica ha sido chicharronera debe entenderse, como implica el mexicanismo
aquí nada más mis chicharrones truenan, en el sentido de imponer el criterio propio y negar la existencia de otras voces y convicciones. El chicharronerismo es la cerrazón a la diversidad, el ninguneo de los derechos de los demás, la cultura dictatorial que decide por los otros y otras, quienes son considerados incapaces de tomar opciones por sí mismos.
Lo que más levantó la indignación del obispo Benjamín Castillo fue la crítica de Solalinde a la sordera de la institución eclesiástica. Sin embargo, en la mayor parte de su exposición el fundador del albergue para migrantes Hermanos en el Camino se ocupó de señalar el estado en que se encuentra la mayor parte del pueblo mexicano debido a la corrupta partidocracia que lo gobierna. Para explicarlo usó una categoría que no aparece en obras de sociología ni ciencia política:
No tenemos un pueblo apático, tenemos un pueblo madreado, desde la época de la Colonia, siempre dominado, domesticado. Nunca hemos sido un pueblo libre, maduro y equilibrado.
Recordemos que los pareceres del padre Alejandro Solalinde fueron expresados en un foro universitario, no en un acto de culto público. Lo recuerdo por aquello de la tentación burocrática de quererle aplicar al sacerdote restricciones contenidas en la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público.
No gustó al obispo Benjamín Castillo Plascencia el recordatorio de Solalinde sobre lo medieval que sigue caracterizando a la Iglesia católica actual. Esta fue la razón por la cual le reviró al sacerdote incómodo que quien busca imponer sus convicciones es él. Por eso dijo “él es el chicharronero, […] él es [quien] anda buscando los reflectores, porque ignora la obra de todos los demás […]. La Iglesia está muy abierta a la ciudadanía y tenemos muchas obras sociales”. Abundó en que Solalinde ha sido reconvenido por la Conferencia del Episcopado Mexicano, porque
le gustan mucho las cámaras, le encanta aparecer y ahí depende mucho de lo que recibe para su obra, pero desconoce la obra de todos los demás, nada más la de él, no sólo él tiene [obra en] Oaxaca.
El esquematismo de Castillo Plascencia reduce todo a un afán
mediático de Solalinde. Para nada refirió algo que es bien conocido por
quienes conocen de cerca al sacerdote: su muy sencillo estilo de vida y
congruencia entre ideas y acciones. Ni una palabra de las austeras
condiciones diarias en que ha vivido Solalinde Guerra en Ixtepec,
Oaxaca, compartiendo con migrantes centroamericanos su lacerante
peregrinaje por la frontera sur de México.
La de Solalinde ha sido una de las principales voces para visibilizar
la tragedia de los migrantes, los abusos que se perpetran contra ellos y
ellas, los intereses que confluyen para traficar con seres humanos. Su
involucramiento en esta causa tiene un resultado seguro, como señala
Emiliano Ruiz Parra: “nunca será consagrado obispo, porque dice lo que
piensa de su madre Iglesia: que no es fiel a Jesús, sino al poder y al
dinero; que es misógina y trata con la punta del pie a los laicos y a
las mujeres, y que no es la representante exclusiva de Cristo en la Tierra”.
Entonces, ¿quién es el chicharronero? ¿Un sacerdote como Solalinde,
que, impelido por su entendimiento de lo que debe ser su ministerio de
servicio en favor de los marginados, se enfrenta no solamente a la red
de intereses que atrapa y explota a los migrantes, sino también señala
el alejamiento de la alta burocracia clerical de las necesidades y
expectativas de la gente? ¿O serán chicharroneros el obispo de Celaya, y
otros de la Conferencia del Episcopado Mexicano, que siguen defendiendo
privilegios medievales, se niegan a reconocer la diversificación de la
sociedad mexicana, se atrincheran en el verticalismo institucional que
veda derechos plenos a los que llaman laicos y tienen un tren de vida
lleno de lujos en buena medida gracias a su cercanía con la clase
política?