Julio Hernández López - Astillero

Aislado y paralizado,
Enrique Peña Nieto opta por recetarse una nueva dosis de pactismo
intramuscular, esperanzado en que la fórmula tripartita de repartición
de beneficios entre cúpulas, llamada Pacto por México, servirá ahora
para bocetar ‘‘soluciones’’ en ‘‘colectivo’’ a la profunda crisis de
gobierno, legalidad y legitimidad que vive su administración incapaz
hasta ahora de informar algo sensato y fundado respecto de los 43
desaparecidos en Iguala.
Para valorar esta nueva pretensión de pactotráfico bastaría con ver
el marco ceremonial que EPN seleccionó para lanzar su convocatoria a
representantes del Estado, los partidos políticos y las ‘‘organizaciones
de la sociedad civil’’ para tejer un compromiso nacional (el Pacto por
México bis) que, según eso, buscaría emprender ‘‘cambios de fondo’’,
fortalecer las instituciones y ‘‘asegurar la vigencia plena del estado
de derecho en el país’’ (malpensados que cada día se multiplican,
absténganse por favor de emitir cuchufletas, pues el asunto dicen que va
en serio).El parto de los pactos se celebraba ayer durante la ceremonia en que Peña Nieto presentaba en sociedad los reglamentos de la reforma energética que en su letra chiquita facilitarán los arreglos discrecionales, específicos y muy jugosos que ya fueron aprobados en la letra grandota, la de la Constitución y las leyes secundarias. Sólo una revelación mística podría llevar a uno a proponer, y a otros a creer, que desde las piedras reglamentarias para la construcción del negocio del siglo (productor de riquezas mayúsculas, al estilo del alemanismo, el salinismo y otros ismos sexenales) se puede proponer una cruzada contra la corrupción y la impunidad.
Esa adicción pinolera a los paraísos artificiales del pactismo cierra los ojos a la realidad militante, desbordada, creativa y tal vez perdurable de una sociedad que rechaza cerradamente los mecanismos oficiales de ‘‘representación popular’’ (partidos, candidatos, elecciones, Congreso, poderes ejecutivos en sus tres niveles), que descree rotundamente en ceremoniales, discursos, planes y pactos de las élites, y que está hoy volcada en las calles y en las plazas públicas exigiendo a los políticos, sus discursos y sus instituciones, que devuelvan con vida a 43 jóvenes y que haya castigo para tanto abuso e injusticia.
Apostar a una nueva versión del pactismo (obviamente, los dirigentes de PRD, PAN y PRI están alegremente dispuestos a participar en la nueva repartición) es una confesión políticamente suicida de que Peña y su equipo no han entendido lo que está sucediendo en el país. El pacto original, con el que arrancó su sexenio, permitió a Peña Nieto desplazar la vitalidad social, las inquietudes, protestas y contradicciones, para imponer arreglos entre socios partidistas que impusieron los términos de sus acuerdos privados en las cámaras legislativas donde toda oposición, real o simbólica, fue barrida procesalmente por las mayorías (formadas unas con el PRD, otras con el PAN, algunas con ambos contlapaches) que ni siquiera escuchaban las objeciones porque simplemente aplastaban todo con el poder de su dedo alzado en automático.
Buena parte de la inconformidad, e incluso mucho más que
inconformidad, que se manifiesta hoy en las calles de México y algunos
otros países proviene de la airada convicción de que la elección
presidencial recién pasada fue comprada y manipulada fraudulentamente,
que las ‘‘instituciones’’ están en quiebra y al servicio del mejor
postor, que el narcotráfico ha convertido a México en muy peligrosa
tierra sin ley, y que una asociación perniciosa de tres partidos
distintos y un solo beneficiario verdadero reformó la Constitución y
rediseñó el país para ponerlo en manos de extranjeros, dañar el interés
colectivo y propiciar grandes negocios oscuros. La solución del problema
nacional no está, pues, en más pactos de élites, opositores
‘‘asociados’’, simulaciones ‘‘democráticas’’ y planes ‘‘ingeniosos’’.
En Tamaulipas nada ha mejorado; los cárteles regionales
siguen ejerciendo el verdadero gobierno en las demarcaciones bajo su
control y en guerra salvaje contra sus adversarios, con la población
sometida a diarias agresiones. El firmante de documentos a título de
gobernador del estado, Egidio Torre, verdadero accidente de la política a
esos niveles, sólo sobrelleva la tragedia, blindado él, abandonados los
ciudadanos, despóticos los delincuentes hegemónicos.
Sin embargo, a Tamaulipas no se ha enviado un comisionado
plenipotenciario, como el ahora calladito Alfredo Castillo, ni una
tutora electoral como Rosario Robles con Rogelio Ortega en Guerrero.
Pero el secretario Osorio Chong planteó en mayo pasado una ‘‘estrategia
de seguridad’’ que estableció cuatro delegaciones regionales con altos
mandos militares al frente. En esa ocasión no se incluyó a Nuevo Laredo,
y posteriormente se nombró allí como jefe de la policía estatal
acreditable al general Ricardo César Niño, quien este domingo fue
asesinado en un auto de bajo costo, sin escolta ni armas y en compañía
de su pareja. En el lugar fueron encontrados unos cien casquillos de
bala.
El general Niño había sido jefe de seguridad pública de Cadereyta, en
Nuevo León, de donde fue obligado a renunciar entre señalamientos de
que la delictividad había crecido, que un detenido había muerto en los
separos bajo presunciones de golpes de los agentes y que algunos de
éstos habían prestado armas a alumnos de una comunidad llamada La
Tinaja, lo que provocó un escándalo cuando fotos de adolescentes con
esas armas aparecieron en redes sociales. Unas semanas después de esa
renuncia fue llevado a Nuevo Laredo como jefe policiaco.
Y, mientras la Suprema Corte cerraba ayer su ciclo de resoluciones
sobre solicitudes de consultas populares con otra negativa, esta vez al
PRI, que proponía preguntar a los ciudadanos si debe reducirse el número
de legisladores por la vía plurinominal (de cuatro, la Corte rechazó
cuatro, con lo que la movilización caligráfica de varios millones de
militantes y simpatizantes de los cuatro principales partidos del país
quedó en la nada), ¡hasta mañana!