Editorial-La Jornada
Al presentar la más reciente edición de su Panorama Económico Mundial, el Fondo Monetario Internacional (FMI) redujo a 1.2 por ciento la expectativa de crecimiento de la economía mexicana para este año, lo que representa una baja de 1.7 puntos porcentuales respecto de la previsión formulada por ese organismo en julio pasado.
El análisis del FMI coloca a nuestro país a la zaga de las economías de América Latina –región que enfrenta “uno de los peores años en una década” y que crecerá alrededor de 2.7 por ciento– y del conjunto de las llamadas economías emergentes, que lo harán en 4.5 por ciento en 2013.
La severa caída en las proyecciones de crecimiento de este año ocurre en un contexto mundial sumamente desfavorable y preocupante, en el que convergen las dificultades económicas derivadas de la pasada crisis financiera –sobre todo en países europeos– con la suspensión parcial de actividades de la administración pública estadunidense, fenómeno que de suyo representa un factor de recesión y de freno económico para la región y para el mundo, que podría agravarse en caso de que se concrete una suspensión de pagos a los acreedores de ese país.
En el caso de México, a esos factores exógenos han de sumarse agravantes internas de índole estructural –como la dependencia de la economía nacional respecto de la estadunidense– y coyuntural, entre las que se cuentan el inexplicable subejercicio presupuestal con que ha comenzado la actual administración y la caída en la industria de la construcción, según apunta el propio informe del FMI.
En tal escenario, la perspectiva de aprobación de “reformas estructurales” adicionales, como las que propone el grupo gobernante en materia fiscal y energética por conducto del Pacto por México, podría profundizar la debacle económica antes que atenuarla, como argumentan los promotores de dichas modificaciones.
Por un lado, el traslado de la industria petrolera a manos privadas derivaría en la pérdida de la principal fuente de ingresos del sector público, lo cual se traducirá, a la postre, en crecimiento de la marginación, el desempleo, la insalubridad y el déficit educativo. En forma análoga, la pretensión de cubrir el faltante de recursos públicos derivado de la privatización petrolera mediante un incremento en la carga impositiva mermará aún más el poder adquisitivo de las familias –de por sí castigadas por décadas de contención salarial–; representará una carga adicional para los sectores productivos, e inhibirá la actividad económica y la generación de empleos.
La superación de la circunstancia de estancamiento económico que ha padecido el país en los pasados sexenios –y que se traduce en la reproducción de los rezagos sociales inveterados y en zozobra generalizada– requiere de una política económica que sea capaz de reactivar el mercado interno y de crear empleos, no de reformas que profundicen el desmantelamiento de la propiedad pública, la pérdida del poder adquisitivo de los salarios, el agobio fiscal de la población, el encarecimiento generalizado de productos y servicios, y demás medidas que deprimen la economía real.
Es impostergable que las autoridades fijen la reactivación económica como una de las prioridades centrales de su gestión, así sea por el hecho de que, sin esa medida, podrían surgir nuevos escenarios de ingobernabilidad en el país.
Fuente: La Jornada
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