A dos semanas de que se aprobó la constitucionalidad de las reformas a los artículos 3 y 73 de la Carta Magna –avaladas por el Congreso de la Unión y por una veintena de legislaturas estatales–, y mientras sigue pendiente la promulgación de las mismas y la elaboración de las leyes reglamentarias correspondientes, en el país persiste un amplio descontento magisterial ante dichas modificaciones. A las protestas realizadas en días previos en Chihuahua, Nuevo León, Oaxaca, Tabasco, Tlaxcala y Michoacán, se ha sumado el anuncio de la presentación masiva de amparos, lo cual recuerda a los que se presentaron en su momento contra las reformas a la Ley del Issste.
Por su parte, la Coordinadora Estatal de Trabajadores de la Educación de Guerrero anunció la realización, a partir de mañana, de un paro indefinido, para impedir la aplicación de las nuevas disposiciones en la entidad.
El descontento magisterial es un ejemplo claro del fracaso de los intentos publicitarios del gobierno federal y los tres principales partidos políticos –que firmaron el Pacto por México–, para presentar la citada reforma como panacea a los rezagos en materia educativa y como legislación que “respeta los derechos de los docentes”. Dicha campaña propagandística, por lo demás, tampoco ha logrado amainar las múltiples críticas formuladas por especialistas en la materia, quienes consideran los cambios constitucionales “incompletos”, en el mejor de los casos, o lesivos, en el peor.
Cabe insistir en que la orientación principal de la llamada reforma educativa no es atender el conjunto de elementos que explican las deficiencias de la enseñanza en las escuelas –empezando por el abandono presupuestario a que son sometidos los ciclos de educación a cargo del Estado– , sino trasladar la responsabilidad casi única por tales deficiencias a los docentes, al condicionar su ingreso, promoción y permanencia en el sistema educativo a la aprobación de evaluaciones estandarizadas.
Dicha medida ha sido señalada por los maestros como atentado contra sus derechos y conquistas laborales. En contraste, y a pesar de que el propósito explícito de la referida reforma es mejorar la calidad de la educación, no hay en la misma directrices claras que indiquen la forma de alcanzar tal objetivo, y ni siquiera puede encontrarse una definición clara y precisa del concepto “calidad educativa”.
Mal termina lo que mal empieza. Si desde un principio los promotores de la reforma educativa hubiesen escuchado las posturas de los docentes y los hubiesen incorporado en las discusiones correspondientes –en el entendido de que el magisterio es actor clave en el funcionamiento del sistema educativo–, habrían conjurado el descontento que hoy se expresa en varios estados.
Ahora, para colmo, cuando ese sector excluido expresa su descontento de manera legítima y mediante los recursos políticos y jurídicos a su alcance, la falta de voluntad para escuchar a los profesores queda ratificada con posturas como la del titular de la Secretaría de Educación Pública, Emilio Chuayffet, quien hace unos días dio a entender –durante una comparecencia en el Senado– que el gobierno decidirá unilateralmente qué sectores del magisterio se incorporarán a la discusión de la reforma educativa y sus leyes reglamentarias. Tanto más preocupante resulta que la sordera del grupo en el poder se haga acompañar de una inocultable vocación punitiva, como las advertencias formuladas por el propio secretario de que “se aplicará la ley” en contra de los maestros que paren labores en protesta por la reforma educativa.
Ante el proceso de reglamentación de las modificaciones a los apartados constitucionales mencionados, los actores políticos involucrados deben tener claro que cualquier normativa en materia de enseñanza que no incorpore el punto de vista de los docentes estará, muy probablemente, destinada al fracaso y será, en cambio, un factor de conflicto político y social. La autoridad, por su parte, debe desistir de la tentación represiva hacia los maestros inconformes, en el entendido de que la criminalización de la protesta social conduce invariablemente al atropello del estado de derecho, no a su robustecimiento.
Fuente: La Jornada
Fuente: La Jornada