Periodico La Jornada - Editorial La Jornada
De acuerdo con datos difundidos por el Instituto Nacional de Geografía y Estadística (Inegi), el número de trabajadores ocupados en el sector informal superó los 14 millones de personas –casi 30 por ciento de la población económicamente activa– al concluir 2011. El instituto reporta también que 1.6 millones de personas ingresaron a la informalidad el año pasado, cifra muy superior a las 440 mil que ingresaron al empleo formal en el mismo periodo, si se toma como base el crecimiento de las cotizaciones del IMSS: es decir, durante 2011, por cada puesto de trabajo que se generó en el sector formal, se generaron cuatro en el informal.
Por añadidura, indicadores del propio Inegi obtenidos a partir de la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo revelan que tres de cada 10 trabajadores perciben dos salarios mínimos o menos; casi uno de cada dos carece de acceso a instituciones públicas de salud, y cuatro de cada diez carecen de prestaciones laborales. En resumen, el último año de la actual administración federal arranca con un panorama más que desalentador: con un sector creciente de la población fuera del mercado de trabajo, y con empleos caracterizados por la inseguridad, los bajos niveles salariales y el incumplimiento de derechos laborales básicos, como el acceso a la seguridad social y la jubilación.
Menguado orgullo puede representar para el actual gobierno federal el que el país detente una de las tasas de desempleo
más bajas del mundo, como recurrentemente presume el discurso oficial, cuando ello va aparejado al ensanchamiento de la informalidad y la precariedad laborales; a una creciente fragilidad de la economía mexicana, en consecuencia, y a un deterioro generalizado de las condiciones de vida de la población. En todo caso, sería mucho más preciso decir que la vasta porción de mexicanos en edad laboral enfrenta la disyuntiva nada favorable entre el desempleo y los trabajos precarios, inestables y mal pagados.
Es difícil no establecer un vínculo causal entre este deterioro de las condiciones laborales en el país y la continuidad del modelo económico vigente, el cual privilegia al capital especulativo sobre el desarrollo de actividades productivas; exige el abaratamiento de la mano de obra para hacer al país
atractivoa las inversiones; demanda políticas de contención salarial con el argumento de combatir la inflación e imposibilita el desarrollo de la economía y el mercado internos, dos elementos imprescindibles para el aumento de empleos dignos y bien remunerados. Según puede verse, la persistencia en un rumbo económico que colisiona con los intereses nacionales ha tenido el efecto de un cambio estructural en el mercado de trabajo, en el que el empleo informal deja de ser una alternativa para los trabajadores y comienza a volverse una regla.
Hasta ahora, el ensanchamiento de la informalidad ha representado –junto con la emigración indocumentada a Estados Unidos– una válvula de escape a la desesperanza y la zozobra de amplios sectores de la población, pero el gobierno no puede aspirar a que tal situación perdure por mucho tiempo sin que se configuren escenarios de descontento social. Bien harían las autoridades nacionales en verse reflejadas en el espejo de Grecia, país con índices de trabajo informal similares a los de México, y en donde los empeños por precarizar más las condiciones y satisfacer las exigencias de la llamada troika europea de trabajo han derivado en escenarios de estallido social. En esta circunstancia, la reorientación de la política económica, la reactivación de la economía y el consumo internos, y la procuración de los derechos laborales son elementos de obvia necesidad para garantizar la estabilidad económica, política y social de la nación.