Con la mitad de sus integrantes, se inició la 23 Cumbre Iberoamericana
Editorial-La Jornada
La vigésimo segunda Cumbre Iberoamericana, que se realiza entre ayer y hoy en la capital panameña, es una de las más deslucidas desde el establecimiento de ese foro, hace 22 años, cuando Felipe González y Carlos Salinas –con apoyo del entonces presidente de Brasil, Fernando Collor de Mello– organizaron el primer encuentro, en Guadalajara, Jalisco, al cual asistieron los jefes de Estado de 21 países latinoamericanos y los gobernantes de España y Portugal. En más de dos décadas transcurridas desde entonces, las sucesivas cumbres han experimentado una declinación sostenida.
En esta ocasión sólo concurren 13 jefes de Estado o de gobierno; resultan particularmente significativas las ausencias de representaciones de alto nivel de Argentina, Brasil, Chile, Ecuador y Venezuela.
En esta ocasión sólo concurren 13 jefes de Estado o de gobierno; resultan particularmente significativas las ausencias de representaciones de alto nivel de Argentina, Brasil, Chile, Ecuador y Venezuela.
Es claro que en las dos décadas transcurridas desde el establecimiento del encuentro, las prioridades de sus integrantes han cambiado en forma sustancial. En los años 90 del siglo pasado, España detentaba una pujanza económica envidiable, en tanto las naciones de este hemisferio apenas estaban saliendo de la llamada década perdida. Más allá de la eufemística “cooperación”, los capitales peninsulares buscaban nuevos destinos, Latinoamérica requería de inversión extranjera y ello daba a la comunidad iberoamericana una razón para estrechar lazos internos. Incluso se llegó a soñar con la integración de un bloque económico iberoamericano construido sobre la base de las lenguas y las herencias culturales comunes. Por añadidura, en ambos lados del Atlántico había en esa época la ilusión de una democracia representativa restaurada, como panacea a todos los problemas sociales y económicos.
Desde un inicio, la perspectiva de un bloque económico basado en el universo cultural común estaba minada por la integración de España a la entonces Comunidad Económica Europea (CEE, antecesora de la actual Unión Europea) y por la adhesión de México al Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), ya en trámite entonces. En años posteriores el surgimiento de gobiernos soberanistas y progresistas en Sudamérica dio un claro impulso a los procesos de integración regional, el cual ha permitido el fortalecimiento de mecanismos como el Mercosur y la Comunidad Andina, así como el surgimiento de foros internacionales como la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), la Alianza Bolivariana (Alba) y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac).
Todos estos hechos, aunados a la crisis económica en España y Portugal, han restado importancia al foro iberoamericano que se lleva a cabo en Panamá.
En paralelo, la recuperación de la soberanía económica de países como Venezuela, Ecuador y Argentina ha significado la afectación de intereses corporativos transnacionales de origen peninsular, lo que ha llevado a momentos de tensión entre esas naciones y el gobierno madrileño, siempre dispuesto a proteger –incluso más allá de la razón y de las leyes– los privilegios de las empresas españolas en América Latina.
El declive de estas cumbres, en suma, corre en paralelo con el de su promotor principal: el gobierno de España, hoy sumido en el descrédito de la corrupción y la falta de representatividad, severamente afectado por la recesión y con una monarquía cada vez más cuestionada por la población.
En tal circunstancia, es claro que las cumbres iberoamericanas han perdido razón de ser, que actualmente su realización conlleva un dispendio sin sentido político o económico y que la preservación y promoción de los lazos culturales y sociales iberoamericanos –tarea irrenunciable, sin duda– puede realizarse con mayor eficacia mediante mecanismos menos pretenciosos y más ágiles.