La Jornada - Editorial
Ayer, un día después de
la promulgación de las tres leyes secundarias en materia educativa
aprobadas la semana pasada por el Congreso de la Unión –incluida la
impugnada Ley del Servicio Profesional Docente, que modifica de golpe el
estatuto laboral de los trabajadores de la educación–, miles de
profesores disidentes integrantes de la Coordinadora Nacional de
Trabajadores de la Educación (CNTE) realizaron diversos bloqueos en el
centro de esta capital y en las inmediaciones de la residencia oficial
de Los Pinos, y protagonizaron enfrentamientos con elementos de la
policía local.
El escenario de descontento y crispación social que esas leyes han generado en las calles del país es indicativo de una institucionalidad rebasada e incapaz de resolver conflictos sociales y que, por el contrario,se ha convertido en generadora de ellos.
El escenario de descontento y crispación social que esas leyes han generado en las calles del país es indicativo de una institucionalidad rebasada e incapaz de resolver conflictos sociales y que, por el contrario,se ha convertido en generadora de ellos.
Con tales precedentes cabe preguntarse si los operadores y promotores
de la reforma educativa esperaban que ésta pudiera prosperar sin el
surgimiento de escenarios de conflictividad social –lo cual exhibiría un
desconocimiento monumental de la realidad nacional–, o bien si el
actual era un escenario previsto e incluso deseable para tales actores.
Por lo demás, en la circunstancia nacional presente, el
conflicto magisterial constituye un factor particularmente explosivo, en
la medida en que representa un punto de cruce de numerosos factores de
descontento que han venido sumándose en las recientes tres décadas: la
precariedad laboral, impuesta a la mayoría de los trabajadores del
sector formal e informal; el abandono presupuestal de la educación
pública y la entrega de su control a cúpulas gremiales mafiosas; el
estrangulamiento crónico de los pocos factores de movilidad social en
los entornos rurales, como es el caso de las normales; el déficit de
democracia sindical que prevalece en el magisterio y, en general, la
crisis de representatividad que aqueja a un poder público empeñado en
profundizar, sin contar con el consenso de la población, un modelo de
nación insostenible y sumamente costoso en términos sociales.
En tales circunstancias cabe desear que las autoridades federales
pongan todo el empeño en despejar el problema por medio de la
negociación política y que tengan claros los riesgos de ceder a
tentaciones autoritarias y represivas que, lejos de terminar con el
problema, lo agravarían y podrían derivar en escenarios indeseables
desde cualquier punto de vista; por ejemplo, llevar al límite la
paciencia de los sectores de la población que han llevado la peor parte
de los impactos de la política económica impuesta en el país hace
décadas, o bien, producir una herida social semejante a la que provocó
la cruenta liquidación del movimiento estudiantil de 1968, herida que a
más de cuatro décadas sigue sin cerrarse.