La Jornada - Editorial
La disidencia
magisterial organizada en la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la
Educación (CNTE) realizó ayer en esta capital nuevas movilizaciones
callejeras; la más notoria, en Periférico sur, a la altura de la sede de
Tv Azteca. En otro contexto, en diversos puntos de Guerrero grupos de
lugareños exigieron, en manifestaciones públicas, la liberación de los
guardias comunitarios detenidos en días pasados, especialmente la de la
dirigente de la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias (CRAC)
de Olinalá, Nestora Salgado García.
impunidadde quienes expresan malestares políticos, sociales y económicos por medio de marchas.
Tales mensajes resultan paradójicos, por decir lo menos, en un
entorno en el que la verdadera impunidad beneficia a los asesinos de
decenas de miles de personas –sea cual sea el número preciso de las
muertes ocurridas en el contexto de la estrategia de seguridad
implantada por Felipe Calderón y que, en lo que va de la presente
administración, no ha variado en forma significativa–, a quienes saquean
las arcas nacionales mediante
comisionesilegales y a quienes, desde el poder político o empresarial, tuercen cotidianamente, en su provecho, la letra y el espíritu de las leyes.
En tal contexto debe comprenderse que lo que empuja a los
manifestantes a salir a las calles y carreteras del país no es un afán
por perjudicar a sus conciudadanos, sino la imposibilidad de lograr, en
el cauce de las instituciones, justicia, seguridad, representación o
satisfacción de otras demandas legítimas; es decir, lo que se manifiesta
en marchas, plantones, bloqueos y otras movilizaciones es el alarmante
colapso institucional en curso en el país en casi todos los ámbitos.
Durante las tres décadas transcurridas desde la implantación
del modelo neoliberal en México, el Estado ha pasado de ser desactivador
de conflictos a generador de descontentos, pues desde sus más altas
instituciones se impulsa una política económica que desemboca en el
desempleo, la falta de educación, el deterioro generalizado del nivel y
la calidad de vida de las mayorías y, a la postre, en la desintegración
del tejido social, la informalidad, la delincuencia organizada y la
violencia.
Personas, familias y poblaciones golpeadas en ese lapso por las
estrategias de saqueo y depredación impuestas y coordinadas desde el
gobierno federal han sucumbido en silencio a la ofensiva antipopular y
antinacional, por lo cual han buscado reductos de supervivencia al
margen de la legalidad o en contra de ella; los sectores más articulados
y cívicos, en cambio, han recurrido a la organización horizontal, a la
participación política y a la movilización social en sus intentos por
detener la devastación en curso. Resulta lamentable y contraproducente
que ahora se busque incitar el repudio social hacia tales formas de
lucha y resistencia, sobre todo cuando quienes llaman a condenar y
reprimir a los manifestantes son los mismos responsables de las
decisiones oficiales que han provocado los descontentos.
Cabe pedir a los manifestantes de todas las causas que ejerzan sus
derechos constitucionales con civilidad y respeto al resto de la
ciudadanía; ésta, por su parte, debe cobrar plena conciencia de un hecho
simple: las movilizaciones populares callejeras son el síntoma, no la
enfermedad. Y el recurso a la represión o el linchamiento moral de los
que se manifiestan –la mayoría de las veces, haciendo uso de un derecho
constitucional–, lejos de remediar el mal, lo agravaría y extendería.