Según cifras del Banco de México difundidas en la edición de ayer, el endeudamiento público interno del país ha experimentado, durante la década de administraciones federales panistas, un incremento de más de 350 por ciento, para ubicarse actualmente en un máximo histórico de 3 billones 257 mil 85 millones de pesos. El dato es relevante si se le compara con los indicadores existentes cuando Vicente Fox asumió la Presidencia de la República, en diciembre de 2000: en ese entonces, la deuda interna, que ascendía a 714 mil 773 millones de pesos, se distribuía en razón de 7 mil 331 pesos por habitante; en cambio, al iniciarse el mes actual, esa proporción pasó a 28 mil 993.9 pesos, un crecimiento de 295 por ciento, a pesar del incremento en casi 15 millones en la población del país durante ese lapso. Cada mexicano está, en suma, más endeudado que nunca.La difusión de tales cifras aporta elementos de juicio preocupantes en torno al manejo de las finanzas públicas por parte del grupo que detenta el poder. En primer lugar, cabe señalar que el incremento citado no es producto de la casualidad, sino que corresponde a una política deliberada de los últimos tres gobiernos para convertir la deuda externa –reconocida como un factor de vulnerabilidad para la economía nacional– en interna, con el objetivo declarado de refinanciar los pasivos existentes. Sin embargo, esta política, establecida por la presidencia de Ernesto Zedillo en 1998 y continuada y profundizada por las de Vicente Fox y Felipe Calderón, no ha implicado disminución alguna en el saldo del débito total del sector público; por el contrario, la deuda interna se disparó a más del cuádruple en los últimos 10 años.
Más aún: el incremento desmedido de la deuda interna constituye un lastre para el desarrollo económico del país toda vez que va aparejado a una concentración, por parte del gobierno, de una parte sustantiva del capital disponible en el mercado financiero nacional: ello redunda en un encarecimiento del crédito disponible para financiar las actividades productivas de las empresas nacionales, la mayoría de las cuales no pueden darse el lujo de buscar financiamientos en el exterior.
Por lo demás, el crecimiento exponencial en el débito interno –que ha adquirido el gobierno, pero que habrá de ser saldado con recursos de la población– podría justificarse si se viera reflejado en una mejora de los servicios públicos, en el cumplimiento cabal de las responsabilidades elementales del Estado, en estímulos a la economía real y en mejoras a la calidad de vida de las personas: sin embargo, el periodo de referencia coincide con un deterioro pronunciado en las condiciones de subsistencia de las mayorías; con una alza en el déficit de empleos y un ensanchamiento de la informalidad; con el encarecimiento injustificable en las tarifas y los servicios públicos; con el entronizamiento, en el ciclo de gobiernos panistas, del patrimonialismo y la opacidad en el manejo de los recursos de la nación que caracterizaron a los priístas, y con la explosión de un contexto de violencia y barbarie que menoscaba las garantías fundamentales de las personas y que es consecuencia de las acciones de grupos delictivos y de las medidas contraproducentes del gobierno federal para combatirlos.
La evolución de la deuda pública interna poco o nada ha contribuido al mejoramiento económico y social de la nación, y en esa circunstancia no cabe llamarse a sorpresa por el desprestigio generalizado que experimentan los encargados del manejo político y económico del país en la opinión pública.