La Jornada - Editorial
En un comunicado emitido ayer, la
Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas (CEAV) informó que el
gobierno federal indemnizará con más de 50 millones de pesos a las
familias de las víctimas y sobrevivientes del ataque ocurrido el 30 de
junio de 2014 en la localidad de Tlatlaya. Según el documento, el dinero
se repartirá entre los afectados
por todos los perjuicios, sufrimientos y pérdidas económicamente evaluables que sean consecuencia del delito o de la violación de derechos humanos. A mayor abundamiento, la comisión dijo haber identificado a 28 familiares de los muertos en esa jornada y a tres de los supervivientes, si bien argumentó que por protección a la privacidad y seguridad de las familias no informará los nombres ni las cantidades que asignarán a cada uno.
La medida anunciada es en sí misma positiva. La activación de
mecanismos institucionales que obliguen al Estado a reconocer y reparar
los abusos y atropellos cometidos contra la población resulta
particularmente necesaria en un momento como el presente, en el que
convergen la violencia y la barbarie de las organizaciones delictivas
con los atropellos y vejaciones cometidos por autoridades, como quedó
demostrado en los hechos ocurridos en junio del año pasado en Tlatlaya,
que dejaron un saldo de 22 personas muertas, la mayoría ejecutadas
extrajudicialmente.
No obstante, la indemnización referida deja un mal sabor de boca por
cuanto no se hace acompañar de acciones oficiales para esclarecer a
fondo los hechos y procurar e impartir justicia. En efecto, aunque el
anuncio de ayer es un reconocimiento tácito de que en Tlatlaya se
cometió un atropello mayúsculo a los derechos humanos por parte de
elementos de las fuerzas públicas, a casi un año de los hechos las
pesquisas gubernamentales han derivado apenas en el procesamiento de
siete militares, de los cuales sólo tres son responsabilizados por la
autoría material de las muertes referidas, imputación que no guarda
correspondencia con la magnitud de la masacre: no parece lógico que un
puñado de soldados –entrenados en una sólida disciplina militar y en el
acatamiento a las órdenes superiores– hayan sido capaces de actuar por
su cuenta en la comisión de 21 homicidios; de ser así, el episodio no
sólo sería indignante por los asesinatos de civiles inermes, sino
también porque exhibiría una preocupante insubordinación en las filas
del Ejército.
A casi un año de los hechos de Tlatlaya, persiste la sospecha
generalizada de que el crimen referido no se ha investigado a fondo ni
se ha esclarecido la cadena de responsabilidades que lo hicieron
posible. En tal perspectiva, se corre el riesgo de que la indemnización
anunciada ayer quede reducida a un intento inaceptable por cerrar el
caso mediante el subterfugio de comprar a los deudos de las víctimas.
Para que esta perspectiva ominosa no se concrete, es necesario que el
gobierno federal muestre la voluntad política necesaria y suficiente
para ir a fondo en el esclarecimiento y el deslinde de responsabilidades
en el episodio de Tlatlaya, habida cuenta de que esa es la única manera
de garantizar que tales hechos vergonzosos y lacerantes no se repitan
en lo futuro.