Siempre - Editorial
El paro laboral y las protestas de los
jornaleros del Valle de San Quintín, Baja California, puede derivar en
otro Ayotzinapa si las autoridades federales no hacen uso de sus
reflejos políticos.
El asunto es serio. No se trata de
un paro más. Está involucrada la violación a los derechos laborales y
derechos humanos de los trabajadores.
Algunos han denunciado que los
obligan a hacer un determinado número de surcos para pagarles únicamente
100 pesos diarios, cuando sus connacionales en Estados Unidos reciben
un pago mínimo de 15 dólares la hora.
Todo esto ante la indiferencia del
gobernador de Baja California, Francisco Vega de Lamadrid, y de la tibia
respuesta de las autoridades federales.
Las empresas agrícolas del Valle de
San Quintín son productoras de frutas y hortalizas, algunas son
trasnacionales, otras mexicanas, y tienen como propósito fundamental
satisfacer las necesidades de consumo del mercado norteamericano. Para
decirlo de otra manera: los campesinos trabajan a destajo, en
condiciones de explotación, para satisfacer el hambre de los ricos.
Hay un dato que explica, que no
justifica, el mal trato a los jornaleros: las empresas agrícolas de San
Quintín se establecieron del lado mexicano para bajar sus costos. Y
bajan los costos pagándole una miseria a los indígenas que ahí trabajan,
con la permisividad de las autoridades.
Hoy irrumpe en el escenario nacional
un tema que, sin duda, es viejo, pero que adquiere especial notoriedad
bajo los nuevos reflectores de los tratados internacionales en materia
de derechos humanos que México ha firmado.
En esos campos agrícolas —como lo ilustra la portada de Siempre!—
hay niños “contratados”, si así se puede decir, ilegalmente, para
trabajos forzados. Niños que migran constantemente con sus padres de un
campo agrícola a otro sin que exista, de parte del gobierno, un programa
que les permita ir a la escuela y no interrumpir sus estudios.
El caso es tan grave que ya despertó
la solidaridad de varias organizaciones del país y del extranjero. El
sindicato de campesinos fundado por César Chávez durante los años
sesenta en Estados Unidos, para obligar a los patrones a mejorar las
condiciones laborales de los trabajadores, ya les ofreció su solidaridad
para iniciar un boicot contra la venta de hortalizas y frutas.
Y la CNTE de Oaxaca, para variar, ya
se les unió para apoyar la movilización. Nada más falta la CETEG de
Guerrero y los padres de los 43 normalistas de Ayotzinapa para completar
el cuadro.
Las autoridades tienen que sentar a
la mesa a los dueños de esas empresas para corregir a fondo un caso de
injusticia social, sólo digna del siglo XIX. De no hacerlo, el costo y
sus consecuencias lo volverá a pagar, como en el caso de Ayotzinapa, el
gobierno.