Son parecidos a los de años anteriores, pero son también muy distintos porque son parte de la generación de Ayotzinapa.
Hugo Aboites* / Opinión
Los jóvenes de hoy rechazados por universidades son como los de años anteriores, porque representan uno de los potenciales de progreso y civilidad más importantes y desaprovechados en este país. Son altamente motivados, intentan ingresar una y otra vez, toman cursos de preparación y, además, se organizan en torno al que es un derecho incuestionable. Ellas, especialmente, porque siempre han debido esforzarse más para remontar atavismos todavía poderosos. Pero todos cuentan con una larga y exitosa trayectoria de 14 años de escolaridad que en los hechos demuestra que pueden hacerse cargo de su educación superior. Se trata también de una generación que ofrece al país algo indispensable: la posibilidad de que, desde el inicio mismo
de sus estudios, comiencen a reactivar la política, la sociedad y la economía desde perspectivas mucho más éticas, más ilustradas y críticas que las que tiene un México que –con sólo nueve años de escolaridad promedio– apenas concluyó la secundaria.
Finalmente, como en años anteriores, los rechazados siguen siendo cientos de miles y, por eso, ofrecen la posibilidad de poblar todos los rincones del país con estudios superiores y contribuir a elevar el grado de civilidad y de bienestar general de sus entornos, familias y comunidades. La universalización de la educación básica que arrancó con vigor de los años 30 en adelante hizo que el país diera un salto adelante, abrió paso a muchos de los avances en democracia, fortaleció el tejido social, construyó la infraestructura básica de México y hasta le ofreció, aunque muy mal distribuida, una suerte de prosperidad. La contribución de la educación superior generalizada puede dar frutos aún más importantes.
Estos jóvenes son al mismo tiempo muy distintos porque su exclusión se da en el horizonte de Ayotzinapa; es decir, el momento más dramático de dolor y conciencia de los jóvenes mexicanos respecto de quiénes son en este país, a quién le importan y cuánto valen sus vidas. En el contexto de Ayotzinapa se destaca aún más la terrible contradicción entre lo que pueden ofrecer los jóvenes al país –como lo que arriba someramente se enlista– y lo que el país realmente existente está dispuesto a recibir de ellos. Casi nada, pues es muy claro que el Estado no los quiere en las escuelas, pues no les ofrece lugares; tampoco en el mercado laboral, pues asume un modelo económico que no genera empleos; no en actividades culturales y sociales, pues reprime sus expresiones; ni trabajando con sus padres y hermanos, pues no alienta los negocios familiares. Y no sorprenda entonces que los jóvenes entren en espirales de adicción, embarazo juvenil, sectarismo, pérdida de sentido y de una profunda desesperanza. Con las políticas económicas y sociales, el Estado está diciendo que los quiere fuera, es decir, emigrados, o en las cárceles, o desempleados, frustrados, invisibles y, en el real y simbólico extremo, hasta desaparecidos. En el fondo, simplemente, no los quiere.
Los jóvenes de hoy rechazados por universidades son como los de años anteriores, porque representan uno de los potenciales de progreso y civilidad más importantes y desaprovechados en este país. Son altamente motivados, intentan ingresar una y otra vez, toman cursos de preparación y, además, se organizan en torno al que es un derecho incuestionable. Ellas, especialmente, porque siempre han debido esforzarse más para remontar atavismos todavía poderosos. Pero todos cuentan con una larga y exitosa trayectoria de 14 años de escolaridad que en los hechos demuestra que pueden hacerse cargo de su educación superior. Se trata también de una generación que ofrece al país algo indispensable: la posibilidad de que, desde el inicio mismo
de sus estudios, comiencen a reactivar la política, la sociedad y la economía desde perspectivas mucho más éticas, más ilustradas y críticas que las que tiene un México que –con sólo nueve años de escolaridad promedio– apenas concluyó la secundaria.
Finalmente, como en años anteriores, los rechazados siguen siendo cientos de miles y, por eso, ofrecen la posibilidad de poblar todos los rincones del país con estudios superiores y contribuir a elevar el grado de civilidad y de bienestar general de sus entornos, familias y comunidades. La universalización de la educación básica que arrancó con vigor de los años 30 en adelante hizo que el país diera un salto adelante, abrió paso a muchos de los avances en democracia, fortaleció el tejido social, construyó la infraestructura básica de México y hasta le ofreció, aunque muy mal distribuida, una suerte de prosperidad. La contribución de la educación superior generalizada puede dar frutos aún más importantes.
Estos jóvenes son al mismo tiempo muy distintos porque su exclusión se da en el horizonte de Ayotzinapa; es decir, el momento más dramático de dolor y conciencia de los jóvenes mexicanos respecto de quiénes son en este país, a quién le importan y cuánto valen sus vidas. En el contexto de Ayotzinapa se destaca aún más la terrible contradicción entre lo que pueden ofrecer los jóvenes al país –como lo que arriba someramente se enlista– y lo que el país realmente existente está dispuesto a recibir de ellos. Casi nada, pues es muy claro que el Estado no los quiere en las escuelas, pues no les ofrece lugares; tampoco en el mercado laboral, pues asume un modelo económico que no genera empleos; no en actividades culturales y sociales, pues reprime sus expresiones; ni trabajando con sus padres y hermanos, pues no alienta los negocios familiares. Y no sorprenda entonces que los jóvenes entren en espirales de adicción, embarazo juvenil, sectarismo, pérdida de sentido y de una profunda desesperanza. Con las políticas económicas y sociales, el Estado está diciendo que los quiere fuera, es decir, emigrados, o en las cárceles, o desempleados, frustrados, invisibles y, en el real y simbólico extremo, hasta desaparecidos. En el fondo, simplemente, no los quiere.
Y esta exclusión brutal, más que callada resignación, está
generando una profunda conciencia y resistencia. Las protestas de
finales de 2014 mostraron claramente la presencia política, masiva y
crítica de una enorme cantidad de jóvenes y, mucho más claro que antes,
también de adultos, de otros sectores sociales. Los rechazados de hoy
son parte (y una de las más sensibles) de ese amplio movimiento contra
la exclusión y desaparición. Y las universidades, aunque no lo quieran
reconocer, se encuentran en la incómoda posición de escudarse tras el
parapeto de las políticas restrictivas y excluyentes del Estado. En este
momento en que el mundo mide cuál es la respuesta social que como país
damos a Ayotzinapa, sí podemos hacer uso de nuestra voz solidaria y
autónoma. Podemos unirnos en un frente común para demandar al Estado más
recursos para todas las universidades y podemos enviar a los jóvenes un
mensaje nuevo y solidario.
Pero es posible, además, dar un paso concreto y significativo, a
partir también de nuestras autonomías: comenzar por hacer mucho más
incluyente el acceso a las universidades. Los exámenes estandarizados de
opción múltiple de manera sistemática dan preferencia a los ya
favorecidos socialmente y colocan al final precisamente a los
estudiantes de clases populares, los rechazados, los que en nuestras
ciudades están hermanados con los de Ayotzinapa. Nada revolucionario, se
trata sólo de recuperar y ampliar para la superior y la media superior
los criterios progresistas de inclusión para el ingreso que ya desde
hace tiempo se han venido explorando en la UAEM, UAM, en universidades
de la misma SEP y, por supuesto, en la UNAM y UACM. Esta sería una
demostración clara de que las instituciones cuna de la civilidad, de las
ciencias y humanidades no sólo se deslindan de la problemática de la
exclusión de los jóvenes achacándola al Estado, sino que están ellas
claramente dispuestas a hacer lo mucho o poco que puedan para contribuir
a modificar el agresivo ambiente de rechazo contra los jóvenes. Frente
al mundo que observa a México, en este momento eso no sería poca cosa.
*Rector de la UACM