Luis Linares Zapata - Opinión
El caldero
político-social del país llegó a un inestable punto de ebullición. Ya no
resiste mayores fuegos en sus aparejos. La sociedad, en especial el
sector juvenil, se ha movilizado para exigir el puntual esclarecimiento
de los hechos ocurridos en Iguala, Guerrero. La comunidad internacional,
con sus múltiples caras y variantes, ha expresado en distintos tonos y
modos su solidaridad para con los familiares de los normalistas y exige
al gobierno mexicano cuidado extremo a los derechos humanos de los
ciudadanos. La Presidencia de la República, después de afirmar sentir el
dolor de los padres de los muertos y 43 desaparecidos, ha quedado a la
deriva. Tampoco atina a dar salida a la profunda crisis, ya bastante
generalizada, que lo agobia pero que, al parecer, no comprende del todo.
En vez de atender el clamor por un cambio radical que le llega desde
incontables lados, endurece el lenguaje y lo dirige hacia una
conspiración contra su modelo modernizante.
La crítica independiente que se expresa en algunos medios de
comunicación ha sido tajante en sus protestas y, en incontables
ocasiones, explícita en sugerencias. Impulsa, en estas horas álgidas de
la nación, un conjunto de reformas urgentes. Se pide mucho mejor
transparencia, rendición cabal de cuentas en los varios niveles de
gobierno para reducir los extendidos niveles de corrupción, ese grueso
manto de complicidades que, sin tapujos, ha quedado al crudo descubierto
con motivo de los cruentos acontecimientos guerrerenses. Un eficaz
control del crimen organizado para la seguridad de personas y sus
propiedades. El funcionamiento del Ministerio Público, ahora tan mermado
e incapaz de atender los problemas que se le presentan, debe, se
recomienda con persistencia, ser restructurado por completo. Se pide
también una reforma integral al sistema de justicia para garantizar la
solvencia en el proceder de los jueces. La fiscalía independiente sin el
actual procurador: que se reponga del cansancio en otra posición o en
su casa.A todas estas áreas bajo cuestión se ha tratado, desde la crítica y la academia, de dar alternativas de solución. Muchas de tales rutas fincan su esperanza en la capacidad y la entereza del Ejecutivo federal para captar sus propósitos, diseñar los mecanismos conducentes, conjugar recursos de variada índole y enfrentar el enorme reto político que implican. Otros, en cambio, ya no esperan ni visualizan al Presidente como el agente capaz de tan enorme misión y, de manera directa, solicitan su renuncia para que se pueda proceder a la urgente, por necesaria, renovación del Estado.
Una sensible y experimentada parte de la crítica independiente se ha concentrado en explorar las recientes palabras presidenciales. El tufillo que se desprende de ellas en los recientes discursos oficiales –se afirma con sustantivas bases interpretativas– augura un talante de mano dura. No se ha descifrado, hasta ahora y con certeza o pulcritud, quiénes serían esos sujetos conspiratorios contra la estabilidad del país. Pero, de manera clara y rotunda, no pueden, en todo caso, dirigirse hacia los protestantes por el extendido clima de inseguridad dominante en el país. Ellos han llevado a cabo sus manifestaciones dentro de cauces pacíficos. Y así se espera que continúen. Un paso en falso que ose contrariar tal rumbo y, la caldera, ya a su máxima temperatura, sin duda se desbordaría. La comunidad internacional tampoco apechugaría tal reacción del poder central. La precaria base de legitimidad que todavía puede existir en el actual gobierno se esfumaría por completo.
La incertidumbre que se ha esparcido por todos los ámbitos de
la vida organizada no puede prolongarse por más tiempo. Menos aún,
trampear o simular respuestas cosméticas y darles toques grandilocuentes
de endeble hálito transformador. Las consecuencias que contienen los
recientes sucesos criminales, la parálisis oficial y las nebulosas
interrelaciones de los traficantes de influencia con el poder
establecido, –que anidan en las mayores alturas jerárquicas– han
trastocado por completo la manoseada y hasta perversa usanza conocida.
Los asuntos colectivos entraron, desde hace rato, en un túnel de
oscuridades que claman por un tanto de luz y confianza para que se pueda
continuar con los diarios quehaceres. No debe asumirse que todo
regresará a la normalidad tan sólo con un poco más de tiempo que todo lo
suaviza. Eso, señores del poder, es ya un rotundo imposible. Para que
la normalidad retorne a su cauce, casi todo debe cambiar. No pueden
aceptarse paliativos o estratagemas mediáticas, tal como parece ser el
tratamiento hasta ahora ensayado.
En el mero fondo de las tribulaciones nacionales pervive, bien se
sabe con informada certeza, la mortífera desigualdad que se padece. Esta
realidad imperante extiende sus ramificaciones por todo el sistema de
convivencia y envilece sus meras partes estructurales, el estado de
derecho entre ellas. El modelo de gobierno imperante, empero, se cuida y
maneja como supuesto inquebrantable de fe. Se le acompaña con un
ofensivo e intenso aroma clasista. Los beneficiados por él no quieren
que se modifique ni un ápice de sus puntos medulares (fiscales sobre
todo). Ni siquiera aceptan algún retoque circunstancial. Saben, los
integrantes del grupo dominante, (altiva y férrea plutocracia) que tan
acariciado modelo conlleva atadas consecuencias de extrema gravedad para
las mayorías. Pero, aún puestas así las cosas, fuerzan su puntillosa
continuidad a rajatabla. Y no sólo eso, sino que cavilan sobre las
oportunidades para ensanchar sus privilegios, bien insertados en la
corriente de la actualidad interna y hasta internacional. Esta realidad
imperante es la causal eficiente de los problemas nacionales. Debe, de
pasada, añadirse la inoperante capacidad del priísmo de nuevo cuño que,
en sus delirios de grandes alcances, ninguneó la inseguridad. Con ello
puso una cereza arriba del volcán.