Editorial-La Jornada
De acuerdo con información desclasificada por el Departamento de Estado de Estados Unidos, y difundida por la organización National Security Archive, el gobierno de Felipe Calderón ocultó información sobre las matanzas de migrantes centroamericanos, el número de fosas clandestinas halladas en el territorio (que se eleva a 196, de acuerdo con la documentación referida), la complicidad de funcionarios gubernamentales con el crimen organizado y los procesos judiciales contra delincuentes detenidos en el contexto de la guerra contra el narcotráfico”.
Dos elementos de contexto insoslayables de esta información son la tendencia mostrada por la pasada administración federal a minimizar en el discurso los saldos de la desastrosa política de seguridad adoptada a principios de 2007 –decenas de miles de muertos, aumento y expansión del poderío de las organizaciones criminales, descomposición de las corporaciones de seguridad pública, pérdida de soberanía frente a Estados Unidos–, así como la negativa que dio a finales de 2011 la Procuraduría General de la República a la solicitud, formulada por particulares, de informar sobre el número total de fosas clandestinas y de cuerpos hallados en ellas durante el pasado sexenio, con el argumento de que dicha información era “inexistente”. Hoy se sabe, sin embargo, que sólo entre 2010 y 2011 esa dependencia realizó más de mil 600 pruebas de ADN a los restos encontrados en inhumaciones clandestinas del país, en apoyo a las fiscalías locales.
Tales elementos, en conjunto, confirman que el manejo errático, distorsionado y poco transparente de la información por parte de la administración calderonista obedeció no tanto a deficiencias discursivas y en materia de comunicación social, sino a una inadmisible voluntad de ocultamiento. Durante los seis años, la opinión pública nacional no dispuso de información oficial clara y precisa acerca de las líneas de acción del gobierno federal, sobre la cifra de detenidos, el desarrollo de sus procesos y, desde luego, en cuanto a los saldos trágicos de la violencia que se registró –y se sigue registrando– en el territorio y que se ceba particularmente en los sectores más vulnerables, como los migrantes indocumentados.
La negación de hechos, su ocultamiento o su distorsión constituyen bajo cualquier circunstancia una práctica indeseable de los gobiernos, en la medida en que atentan contra el derecho de los ciudadanos a la información. En el caso que se comenta constituyen, además, un ejercicio subsidiario del baño de sangre que aún se desarrolla en el país: si el incremento desenfrenado de la violencia en el territorio nacional ha arrojado saldos catastróficos en vidas humanas y ha introducido en la mayor parte de la sociedad sentimientos de temor, confusión y zozobra, la tendencia de la administración calderonista a desinformar, ocultar y desvirtuar versiones distintas de la oficial profundizó el desprestigio de las instituciones, dificultó el pleno esclarecimiento de los episodios de agresiones y contravino el principio de procurar e impartir justicia para las víctimas.
En un entorno institucional sólido y de plena vigencia del estado de derecho, los elementos descritos tendrían que derivar, cuando menos, en un llamado a cuentas a los principales responsables del pasado gobierno federal, empezando por su titular, con el fin de determinar el grado de responsabilidad en que pudo haber incurrido una administración que quiso revertir su propio déficit originario de legitimidad involucrando al país en una guerra sobre la base de la desinformación y que convirtió, de ese modo, a la mendacidad en una política de Estado.
Fuente: La Jornada
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