El suicidio estaba entre las tres primeras causas mundiales de muerte en personas de entre 15 y 44 años de edad, aunque el sector con mayor riesgo era el de los adolescentes. Ahora los suicidios de personas mayores sin prestaciones médicas se han disparado en más de un 30 por ciento. Son las personas de edad que ya no se sienten útiles ni necesitadas ni queridas; y ahora con pensiones recortadas, el copago o sin prestaciones.
Cada día, casi 3 mil personas en el mundo ponen fin a su vida. Cada hora, 125 personas se suicidan; más de dos personas por minuto. Un millón de personas se quitan la vida cada año, afirma la Organización Mundial de la Salud (OMS).
Hablamos de suicidios verificados, no de los camuflados en “accidentes” previa ingestión de drogas, alcohol o problemas emocionales que conducen a pisar el acelerador…
También existen “suicidios” en el abandono de tratamientos médicos, para “hacer pagar culpas a la familia”.
Muchos ancianos que viven solos en las grandes ciudades y que “aparecen” muertos no se han pegado un tiro ni se han arrojado por la ventana ni han ingerido venenos; se han dejado morir, abandonándose en la comida y en la higiene, perdiendo fuerzas y hasta intuyendo una liberación en dejar de llevar una vida “sin sentido”.
¿Sabe alguien cuántos soldados se han dejado morir por no poder soportar la tensión de una confrontación absurda? ¿Hay suicidio más eficaz que dejarse matar por el “enemigo”, y encima sin “deshonor” ante la familia? ¿Tiene sentido la muerte de 100 militares españoles en una absurda misión en Afganistán, que costó decenas de miles de millones de dólares para nada?
La OMS prevé, para 2020, que el número de muertes por suicidio en el mundo, cada año, superará los 1 millón y 500 mil casos. Por ello es tan importante tratarla con una aproximación sicológicamente cálida, acogedora y digna; con el arsenal terapéutico del que disponemos; con tiempo y paciencia, ese sumergirse en el drama del enfermo. Recordemos que “asistir” (assistere) es “estar al lado del otro”.
Los profesionales que trabajan en la prevención de los suicidios insisten en que se trata de muertes evitables que, en algunos países, alcanzan a 10.4 personas por cada 100 mil habitantes y, entre los adolescentes, el riesgo es del 30 por ciento en la misma proporción. Ahora en personas mayores sin medios.
Ya sabemos que el suicidio es un tabú tan fuerte como el incesto o, hasta hace poco, la homosexualidad. En los libros de estilo de muchos medios se reglamenta la publicación de estas noticias “porque pueden provocar estímulo de imitación”.
La Organización Mundial de la Salud pide mejorar la educación en el tema, reducir la estigmatización y aumentar la conciencia de que el suicidio es prevenible. Increíble pero, en muchas legislaciones, el intento de suicidio se castiga como delito. Y a un enfermo no se le lleva al paredón, se le cura y después se le fusila. La Iglesia Católica y otras religiones castigaban al suicida con la prohibición de ser enterrado en “tierra sagrada”. Con el progreso en la conciencia de una mayor libertad y responsabilidad, se han avenido con el subterfugio de que “no sabían lo que hacían”, “locura transitoria”, “fuera de sí”, “enajenados”…
No hay más que ver las dificultades que tiene un enfermo terminal para tener una muerte digna mediante suicidio asistido, o mediante eutanasia positiva, por compasión y por justicia. ¿Tanto cuesta reconocer el derecho a disponer de la propia vida? ¿Alguien nos ha pedido permiso para nacer? ¿Pueden imponerse ideologías que parten de falsas premisas y de un fanatismo que condena a vivir, como durante siglos bendijeron las condenas a morir?
Es necesario prevenir decisiones fatales que podrían evitarse mediante atención médica y sicológica, comprensión y tratamiento, información adecuada y medios eficaces al alcance de enfermos depresivos, alcoholismo, drogadicción y esquizofrenia. Adolescentes que no asumen su realidad sexual, o de ancianos sin medios para vivir con dignidad porque la sociedad se los debe, ya que las cosas no son de su dueño sino del que las necesita. Y aunque la vida no tuviera sentido, debe tener sentido vivir, pero con dignidad y sin padecimientos insoportables. No vamos de la vida hacia la muerte, sino que aspiramos a momentos felices al saberse uno mismo, libre y responsable.
Profesor emérito de la Universidad Complutense de Madrid; director del Centro de Colaboraciones Solidarias