domingo, 5 de mayo de 2013

Hoy, dirigentes símiles de Porfirio Díaz... El Toque Crítico de Martín Esparza

Recapitulación histórica del Primero de Mayo
Martín Esparza Flores | Revista Siempre No. 3125
Con toda certeza, para la mayoría de los legisladores que aprobaron la reforma laboral que tiene de hinojos a los trabajadores ante la clase empresarial del país, lo mismo que para los agachones y sumisos líderes charros de caducas centrales como la CTM, los nombres de Adolf Fischer, George Engel, Albert Pearson, August Vicente Spies y Louis Lingg, no signifiquen nada; es más, sin temor a equivocarnos, ni siquiera los conocen o tienen referencia histórica alguna de su existencia en sus limitados intelectos.
Por eso, al cumplirse 117 años de la huelga convocada el primero de mayo de 1886 por organizaciones sindicales de los Estados Unidos, exigiendo entre sus demandas básicas la jornada de ocho horas —pues entonces las leyes laborales sólo sancionaban las jornadas mayores “a las 18 horas de trabajo”—, es vital hacer una recapitulación histórica del origen de las luchas obreras que costaron la sangre y vida de miles de trabajadores en el mundo, como fue el caso de los llamados “Mártires de Chicago”, sentenciados a la horca en esa ciudad norteamericana por el solo delito de haber exigido un trato más humano y justo a los obreros, participando el 4 de mayo de ese año en un mitin en la plaza de Haymarket y que congregó a 20 mil trabajadores y sus familias. En su memoria es que se festeja mundialmente el Día de Trabajo. 

Ni por asomo, o en casual charla de sobremesa, los que alentaron y aprobaron las modificaciones a la Ley Federal del Trabaio en México, tampoco han oído hablar de Manuel M. Diéguez, Esteban Baca Calderón y Juan José Ríos. 

Y esos, ¿quiénes son?, se dirán, ¿acaso revoltosos de la CNTE? Para brevemente ilustrarlos bastará decir que fueron algunos de los valientes líderes del movimiento de Cananea, Sonora, que encabezaron, el primero de junio de 1906, a dos mil mineros mexicanos que exigían al empresario norteamericano, William C. Greene, propietario de la Cananea Consolidated Copper Company, acabar con las condiciones infrahumanas de trabajo y salarios de hambre. 

El gobierno de Porfirio Díaz, lejos de tutelar los derechos de los trabajadores mexicanos, consintió que mientras se manifestaban portando la bandera nacional, rangers americanos junto con sus guardias rurales, abrieran fuego a mansalva reprimiendo brutalmente el movimiento. El saldo: 23 muertos, 22 heridos y más de 50 detenidos. 

Los tres principales líderes fueron enviados a San Juan de Ulúa, la cárcel destinada por Díaz para los luchadores sociales. Ni Greene ni los responsables de la masacre sufrieron castigo. Tal como hoy sucede en Cananea y en otras minas, operadas por gangsters como Germán Larrea. 

Meses después, el 7 de enero de 1907, dos mil trabajadores de la rama textil de Río Blanco, Veracruz, que se negaban a levantar su huelga iniciada un mes antes, fueron recibidos con la metralla de los soldados del 13º Batallón, que tenía instrucciones, desde la ciudad de México, del gobierno de Díaz, de tirar a matar no importando que en los contingentes hubiera mujeres y niños.

Y si en Cananea su suelo se tiñó de rojo, en Río Blanco, la represión hizo correr auténticos ríos de sangre. Tal vez la más ruin y cobarde del gobierno de Díaz: se calcula que entre 400 y 800 obreros fueron arteramente asesinados, y más de 240 obreros fueron enviados a prisión. Fueron tan deleznables actos, las chispas que motivaron el movimiento armado de 1910.

Años más tarde, el 27 de julio de 1916, y en plena vorágine revolucionaria, el movimiento de huelga promovido por el naciente Sindicato Mexicano de Electricistas, ante la negativa de la Mexican Light and Power por negociar mejores y más justas condiciones laborales, orilló a los trabajadores a parar las plantas eléctricas de Necaxa, Nonoalco, Indianilla y San Lázaro, deteniendo con ello la actividad de las grandes industrias del Distrito Federal, incluyendo la fábrica de municiones del gobierno de Venustiano Carranza, quien acusó de traición a los huelguistas. 

Ernesto Velasco, entonces secretario general, fue enviado a Lecumberri condenándolo a la pena de muerte, sentencia más tarde conmutada a una pena corporal, obteniendo su libertad tras la caída de Carranza.

Por todo este cúmulo de arbitrariedades, es que se plasmaron en la Constitución de 1917 las conquistas de la clase trabajadora; hoy, aniquiladas en una indignante regresión histórica por la reforma laboral de quienes pretenden ignorar que lo logrado no fue obra de una graciosa concesión política, sino el resultado de una lucha que costó miles de vidas. 

Lamentable que, como ayer, nuevamente la complicidad entre patrones y gobiernos entreguistas que han abandonado su obligación de proteger los derechos de los trabajadores, regrese al punto de partida a las luchas sociales que se pensaban superadas. 

¿Cuántas vidas y sangre costarán el refrescarles la memoria a los ahora símiles de Porfirio Díaz?



Fuente: Revista Siempre!