8 marzo 2013 | Jesusa Cervantes | Proceso
MÉXICO, D.F. (apro).- Para un no priista lo ocurrido el pasado 3 de marzo en la Asamblea Nacional del PRI resulta indignante. No entienden cómo un partido político pasa a ser una simple “caja de resonancia” de los deseos del Presidente de la República; no les cabe en la cabeza que el Ejecutivo federal sea el eje aglutinador y su jefe máximo en el Revolucionario Institucional.
Sin embargo, para un priista esto resulta ser una gracia de la que cual se sienten beneficiados. Esto sucede así porque cuando el PRI perdió la Presidencia de la República en el 2000, también perdió la unidad, la disciplina y la brújula.
Los gobernadores se convirtieron en pequeños poderes que movían a su antojo a sus legisladores federales, pero también se dividieron, no supieron convivir en democracia y terminaron peleándose por la dirigencia nacional.
La pérdida de la Presidencia de la República les generó división. La división los llevó a perder más poder, salir de los presupuestos: federal y estatal.
Pero también el PRI se partió en dos: los nacionalistas revolucionarios y los tecnócratas. Unos y otros se culpaban de la pérdida del poder, de aliarse con el PAN-gobierno por intereses personales.
Ahora, con el regreso a la Presidencia, los priistas decidieron hacer, de su costumbre de antaño, una ley: que el Presidente de la República sea el jefe formal del partido, como sucedió durante los más de 70 años que estuvieron en el gobierno.
Dicen los priistas que esas facultades metaconstitucionales ejercidas por el Presidente durante la primera etapa del PRI, “hoy ya no las ocultamos, la institucionalizamos”.
El término metaconstitucional significa más allá de la Constitución, es decir, que el Presidente de la República ejercía facultades que no le estaban permitidas por ley.
Un reconocido priista de viejo cuño ya fallecido, Jorge Carpizo, definió en su libro El presidencialismo mexicano tales facultades, y dijo que existían porque:
“Es el jefe del partido predominante; el debilitamiento del Poder Legislativo, ya que la gran mayoría de los legisladores son miembros del partido predominante y saben que si se oponen al presidente las posibilidades de éxito que tienen son casi nulas y que seguramente están así frustrando su carrera política; la integración de los miembros de la Corte no se opone a los asuntos de interés del Presidente; la institucionalización del Ejército, cuyos jefes dependen de él; por su fuerte influencia en la opinión pública a través de controles de medios de comunicación; la concentración de recursos económicos en la Federación, específicamente del Ejecutivo”.
Todos estos hechos, con excepción de una sumisión de la Corte al Ejecutivo, ocurren de nuevo, sin embargo, ello no implica que por tratarse de un hecho real no pudiera ser violatorio de la ley.
Existen voces que aseguran existe una trasgresión a la Constitución, por ejemplo, que al participar directamente el Ejecutivo en un partido político rompe la norma de equidad en los procesos electorales.
Esto aún lo tendrá que definir el Instituto Federal Electoral (IFE), pues es ahí donde se determina la legalidad o no de los estatutos de cada partido político.
Pero validados o no por el IFE, lo cierto es que hoy los priistas, a diferencia de los no priistas, no sienten como ofensa el sometimiento al Ejecutivo federal; no es indignante para ellos el no defender sus posiciones políticas, no resulta cuestionable que no tengan derecho a disentir del Presidente de la República.
Y no lo es porque para ellos es más cómodo vivir en la verticalidad, en la antidemocracia interna que en la discusión de ideas. Ya lo vivieron en los 12 años recientes y no supieron qué hacer, no supieron ponerse de acuerdo para hacer valer una ideología y que ésta fuera la que convenciera a la ciudadanía.
Para los priistas es mejor que exista un eje que los aglutine a tener que tomar decisiones propias. Les resulta más cómodo que haya un jefe supremo a quien seguir; para ellos el caudillo es necesario porque de lo contrario afloran los enfrentamientos, se distraen de sus tareas y pierden el poder.
Y si así les gusta estar a ellos, pues que así sea; nadie tiene derecho a decirles cómo deben conducirse, qué quitar o poner de los documentos de su vida interna. Lo único cuestionable es si el Presidente debe formar o no parte del partido y si ello implica violentar la Constitución. Por lo demás, que el PRI se ponga sus propias reglas que a final de cuentas son ellos mismos quienes terminan aniquilándose entre sí.
¿Será por eso que la gente cree cada día menos en los partidos políticos? Entre otras cosas.
Fuente: Proceso
Fuente: Proceso