Editorial-La Jornada
En el contexto de la celebración del 77 aniversario de la Confederación de Trabajadores de México (CTM), durante una ceremonia que hizo recordar los rituales del viejo régimen, Enrique Peña Nieto elogió la labor de dicha central obrera; la calificó de pilar de la estabilidad económica, de la modernización jurídica de las relaciones obreros-patronales”; alabó su “enorme y trascendental contribución a la paz laboral que vive nuestro país”, y celebró que “hoy México transite de un sindicalismo básicamente de defensa laboral a un sindicalismo promotor del empleo y de la productividad”.
Acaso en forma involuntaria, los dichos presidenciales constituyeron un fiel retrato del papel que ha desempeñado el llamado “sector obrero del PRI” desde tiempos del delamadridismo, sexenio en que se iniciaron las implacables políticas de contención salarial, arrasamiento de conquistas y derechos laborales que persisten hasta nuestros días. En efecto, afectadas por una erosión significativa en su demografía sindical –derivada a su vez de la pérdida de empleos formales, del cierre de cadenas industriales completas y de los procesos de privatización–, la razón de ser de las viejas organizaciones obreras priístas no radica ya en el control y la movilización de las bases de asalariados, sino en expresiones de respaldo político como la observada ayer –producto de una de las alianzas más añejas del sistema político mexicano– y en las diversas formas de alineamiento de sus dirigentes a los intereses del sector patronal, con el supuesto fin de promover “el empleo y la productividad”: desde los mecanismos de negociación bilateral simulada en los centros de trabajo –los llamados contratos de protección–, hasta el respaldo a las directrices empresariales en los órganos legislativos –como quedó de manifiesto durante el reciente discusión y aprobación de la reforma laboral– y en instancias tripartitas como las juntas de conciliación y arbitraje, la Comisión Nacional de Salarios Mínimos y los órganos de gobierno de instituciones de seguridad social, donde los remanentes del charrismo priísta mantienen, pese a todo, la hegemonía de la representación de los trabajadores.
En esa lógica, para organizaciones como la CTM la defensa de los derechos y conquistas de los trabajadores ha pasado, en el mejor de los casos, a un plano meramente discursivo; en cambio, las organizaciones gremiales oficialistas se han convertido en máquinas de hacer dinero para sus dirigentes, en fuentes de apoyo electoral corporativo e indebido –como presumió ayer mismo el líder de la CTM, Joaquín Gamboa– y en diques de contención de descontentos sociales y sindicales. La contracara de esas actitudes es la persistencia de los mecanismos de control verticalista, opaco y antidemocrático que privan en el interior de las organizaciones gremiales cetemistas, como el sindicato petrolero, que explican en buena medida el fenómeno eufemísticamente llamado por Peña Nieto “paz laboral”, y que permanecieron indemnes durante el pasado proceso de reformas a la Ley Federal del Trabajo.
En suma, el acto realizado ayer conlleva un doble simbolismo: exhibe, por un lado, a un régimen político que no ha podido renovarse en algunos de sus rasgos más antidemocráticos y jurásicos, y da cuenta, por el otro, del desinterés creciente que muestran tanto el gobierno como los dirigentes del “movimiento obrero organizado” ante la situación de los asalariados del país, sometidos a la disyuntiva de pasar al sector informal o irse del país, y carentes de relevancia para los últimos gobiernos, salvo cuando se trata de extraer votos, en favor del oficialismo, de organismos sindicales antidemocráticos y clientelares.
Fuente: La Jornada
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