26 febrero 2012 | Arnaldo Córdova | La Jornada-Opinión
La Iglesia católica o, por mejor decir, su jerarquía, ha actuado en la política nacional desde tiempos inmemoriales. De su parte, no ha habido gobierno, también desde antaño, que no haya tenido estrechas relaciones con ella, relaciones que, por lo general, eran de entendimiento y muy raras veces de confrontación. Pero los obispos siempre han albergado un apetito feroz por inmiscuirse en las lides electorales, de las que nunca les ha faltado la comprensión de que son decisivas para la conformación de los gobiernos y de la representación popular, incluso en los tiempos del PRI gobernante.
En cuestiones electorales, empero, la Iglesia fue hasta hace poco muy discreta en su actuar, tratando de mantener una imagen que, aunque no negara su interés tan vivo, la mantuviera al margen de cualquier represalia. Las cosas cambiaron decisivamente después de las reformas salinistas de principios de los noventa. Los obispos tendieron a inmiscuirse, cada vez más, en los asuntos electorales, tratando de dar orientaciones a sus fieles sobre cómo votar y hasta vetando a ciertos candidatos, como lo pudimos ver con toda claridad en los procesos de 2006. Onésimo Cepeda estuvo, incluso, a punto de ser sancionado por sus agresiones verbales.
Por ello no puede sorprendernos el contenido de las orientaciones pastorales que el cardenal Rivera Carrera y sus ocho obispos auxiliares hicieron público el pasado 15 de febrero, que está fechado tres días antes. Se trata de un acto de intervención abierta de la jerarquía en el proceso electoral que apenas comienza.
Para empezar, en él se fija el deber de los pastores del pueblo de Dios de “orientar a los fieles en aquellos planteamientos políticos que, por sus implicaciones religiosas, morales y sociales, contradicen las enseñanzas de la Iglesia católica”. También, el deber de los fieles cristianos “de participar en todo aquello que hace posible la construcción del bien común en la sociedad”.
Qué será el “bien común”, los prelados no lo definen, pero saben de qué hablan: poner a la persona y su dignidad “por encima de los intereses partidarios o particulares de los partidos [sic] y sus ideologías” (primera de nueve propuestas), así como “una verdadera libertad religiosa… de los creyentes para expresar libremente su fe y, sólo en segundo lugar, a [sic] las instituciones que los agrupan”. Primero la fe y luego la adhesión a las instituciones. Un concepto, como se ve, muy diferente de aquel orden social que Santo Tomás de Aquino veía como parte del orden universal que Dios había instituido en las cosas.
Los jerarcas católicos llaman a sus fieles a promover activamente el fortalecimiento de la familia cristiana. La familia no cristiana no les interesa en absoluto, tal vez porque constituye una comunidad muy minoritaria. La base infaltable e inmodificable es la definición del matrimonio como la unión que forman un hombre y una mujer. Si a algunos les da la gana de constituirse en matrimonio con parejas del mismo sexo, evidentemente, cometerán un grave pecado que ellos quisieran que fuera definido como delito, es decir, como un acto penado por la ley.
Como parte de los derechos naturales que rodean la institución de la familia se encuentra, desde luego, el derecho exclusivo de educar y orientar a sus hijos y dependientes como “la sociedad humana y cristiana” que son. También aquí de los que no tienen la fortuna de ser parte de una sociedad así, sino que conforman otros credos religiosos y sociales, no se dice ni media palabra y hay que dar por hecho que son como aquellos extranjeros que practican extrañas costumbres y son, acaso, unos idólatras. ¿Para qué pensar en ellos?
A muchos ha sorprendido siempre (y es probable que entre ellos abunden los católicos) cómo es que los curas de este credo, por un lado, sienten la necesidad de pastorear a sus feligreses porque los ven todo el tiempo al borde del pecado y, de verdad, no confían en ellos para guiarse a sí mismos, mientras que, por otro lado, piensan que la familia es la única institución capaz de educar a sus hijos, no obstante la ignorancia y la barbarie generalizada en la que viven todas las de su especie, en un país en el que ni el Estado y ni siquiera la Iglesia han hecho nada por elevar sus niveles de cultura y de civilidad.
Los prelados llaman a promover varios tópicos que tienen que ver, indudablemente, con el bienestar de todos y con la paz social, y se hace alusión en los puntos 2, 4, 5, 6, 7, 8 y 9, al combate a la injusticia social, la lucha contra la corrupción, la promoción del desarrollo económico, el combate al crimen organizado, el cuidado y la protección de las personas más vulnerables (ancianos, indígenas, niños y discapacitados) y la preservación de “los recursos naturales de la nación”, respectivamente. El problema es que no dicen nada de cómo los fieles van a luchar por esos objetivos ni en qué consiste su problemática.
Aparte de ello, aprovechan el viaje para lanzar algún petardo, por ejemplo, cuando en el punto 5, a propósito de la corrupción, postulan que hay que partir de “un historial limpio de los candidatos”, como si ellos fueran la autoridad que debe juzgar del asunto, o cuando en el 6 acusan a los “intereses partidistas” de aplazar “una serie de reformas constitucionales… que frenan injusta e irresponsablemente el desarrollo de las futuras generaciones”. Deberían decirnos qué saben al respecto, pero está claro que no hacen más que repetir lo que Calderón, su presidente, dice todos los días.
Ahora sabemos (punto 9) que “los recursos naturales de la nación” (la expresión es de ellos) nos han sido dados y confiados por Dios. Hasta hoy yo pensaba que la nación, al instituir las relaciones de propiedad en el artículo 27 constitucional y reservar para su dominio exclusivo los bienes naturales que en él se mencionan (tierras y aguas, el subsuelo y sus recursos, los zócalos submarinos, el espacio radioeléctrico y los mares territoriales) no le había pedido permiso a Dios ni creo que supiera que Él los había creado para ella. Es de celebrarse, empero, que los prelados hagan suya la doctrina del 27.
Finalmente, en torno al asunto del aborto, los jerarcas nos dicen lo de siempre: “En lo concerniente a los valores emanados del Evangelio, los católicos deben estar atentos al compromiso de los candidatos y sus partidos de respetar el primero de todos los derechos, que es el derecho a la vida, desde el momento de la concepción hasta su fin natural”. Cabe preguntar qué pasaría si un candidato o un partido se atreve a decir que no está de acuerdo con semejante punto de vista. Desde luego, me imagino, los fieles les negarían su voto. Pero, ¿es que los prelados no saben o no se han enterado de que la ley les prohíbe hacer semejantes pronunciamientos?
Resulta claro que ellos están probando su suerte, esperando que ninguna autoridad electoral o administrativa les llame al orden o los sancione. Ya veremos si dichas autoridades tienen la voluntad de hacerlo. Los jerarcas seguirán en lo suyo, que es ignorar la ley y negarse a observarla.