Hace unas semanas, Felipe Calderón dijo que iba a cerrar el año trabajando “a tambor batiente” contra la criminalidad. Los hechos demuestran que ya fue rebasado, pues ahora la ofensiva la tienen los grupos delictivos, como lo patentiza la realidad nacional.
Esto tenía que ocurrir tarde o temprano, por no corregir a tiempo una estrategia absurda, esencialmente fallida, que sólo ha buscado ocultar el dramatismo en que sobrevive una nación carcomida por la corrupción de las elites, la creciente pobreza de las clases mayoritarias y el desbarajuste de las instituciones por tanto abuso de los poderosos, quienes cuentan con la impunidad de que gozan gracias a su incalculable riqueza, acumulada al amparo de la burocracia dorada.
En consecuencia, el año 2012 podría ser el de mayor violencia en el país a lo largo de este sexenio, lo que podría evitarse si el inquilino de Los Pinos pensara como estadista. Como esto es imposible, lo más seguro es que la República se vea envuelta en un mar de sangre aún más dramático que el visto en los cinco últimos años. Tal vez esto sea lo que busque el grupo en el poder, como último recurso para no perderlo. De ahí el imperativo de que las organizaciones sociales, las fuerzas progresistas en general, se conviertan en un muro de contención que frene las embestidas violentas, tanto del Estado a través de los militares y fuerzas policíacas, como de las organizaciones delictivas.
Esto tenía que ocurrir tarde o temprano, por no corregir a tiempo una estrategia absurda, esencialmente fallida, que sólo ha buscado ocultar el dramatismo en que sobrevive una nación carcomida por la corrupción de las elites, la creciente pobreza de las clases mayoritarias y el desbarajuste de las instituciones por tanto abuso de los poderosos, quienes cuentan con la impunidad de que gozan gracias a su incalculable riqueza, acumulada al amparo de la burocracia dorada.
En consecuencia, el año 2012 podría ser el de mayor violencia en el país a lo largo de este sexenio, lo que podría evitarse si el inquilino de Los Pinos pensara como estadista. Como esto es imposible, lo más seguro es que la República se vea envuelta en un mar de sangre aún más dramático que el visto en los cinco últimos años. Tal vez esto sea lo que busque el grupo en el poder, como último recurso para no perderlo. De ahí el imperativo de que las organizaciones sociales, las fuerzas progresistas en general, se conviertan en un muro de contención que frene las embestidas violentas, tanto del Estado a través de los militares y fuerzas policíacas, como de las organizaciones delictivas.
Lo anterior, porque es muy evidente que Calderón no tiene una mínima intención de variar su fallida estrategia, no sólo porque no tiene otra, sino por su compromiso fundamental con la oligarquía más reaccionaria, que se niega rotundamente a que México tenga cambios democráticos, por elementales que sean. Ante tal realidad, no queda otra alternativa que organizarse para neutralizar la violencia, aun cuando no se produzcan avances concretos, debido al interés mismo de Calderón en continuar, hasta el fin de su “mandato”, una guerra fratricida que sólo sirvió para abrir de par en par las puertas del país a las agencias intervencionistas estadounidenses.
Según el secretario de Gobernación, Alejandro Poiré Romero, “la lucha por la seguridad, la lucha de Estado, hace honor a los principios de igualdad, de justicia y de que todos debemos estar al amparo de la ley, que inspiraron al Siervo de la Nación”. ¡Vaya afán de hablar transgrediendo no sólo la sintaxis, sino la más elemental coherencia histórica! El insigne patriota que fue José María Morelos y Pavón ofrendó su vida por principios que ahora la reacción liderada por los panistas busca nulificar de manera arbitraria y brutal. La “lucha de Estado” de Calderón no tiene otro objetivo que apuntalar intereses contrarios a los que defendió el redactor de los “Sentimientos de la Nación”. Si hoy viviera, los tecnócratas neoliberales en el poder lo verían como su enemigo acérrimo.
En el aniversario 196 del fusilamiento del gran insurgente, Poiré llamó a un acuerdo para mantener la firmeza de las instituciones y darles mayor blindaje. Es impensable un “acuerdo” con la oligarquía a la que representa Calderón, pues sería un retroceso histórico descomunal, el cual anhelan los ultrarreaccionarios que apoyan al partido blanquiazul y al PRI tecnocrático que quiere a Enrique Peña Nieto en Los Pinos. Un “acuerdo” con ellos significaría acabar de entregar el país a los intereses más ajenos a las metas del pueblo mexicano, como ha quedado demostrado en las tres décadas de “gobiernos” neoliberales.
La firmeza de las instituciones sólo se logrará en la medida que México apuntale avances democráticos reales, no cuando la oligarquía instaure un modelo netamente fascista, que le permita actuar a sus anchas, sin tener que rendir cuentas a nadie. Tal es el “acuerdo” con el que sueña Calderón, para cumplirle a sus patrocinadores de dentro y de fuera, totalmente contrario al ideario de Morelos y al imperativo de abrir cauces de progreso a las clases mayoritarias. El pretexto para tan absurdo “acuerdo” es el fantasma del crimen organizado, al cual la Casa Blanca quiere convertir en “terrorismo” para justificar su política intervencionista.
En cinco años de “guerra” contra el crimen organizado, Calderón logró su objetivo de activar las fuerzas antes bajo control de las bandas delictivas, sólo que no esperaba las terribles consecuencias de su criminal proceder, y ahora pretende involucrar a la nación entera en su brutal desatino. La historia habrá de poner las cosas en su lugar, por lo pronto es un hecho que los cárteles pasaron a la ofensiva porque Calderón los forzó a ello. Por ello cabe esperar que el año 2012 el país se vea envuelto en una sangría más terrible aún. Esto sólo se podrá evitar por medio de las organizaciones sociales más representativas, actuando como un escudo entre las fuerzas represivas gubernamentales y las bandas del crimen organizado. No con un afán suicida, sino de mediación racional indispensable, ante la inutilidad de un “gobierno” que jamás estuvo a la altura de las circunstancias.