Editorial-La Jornada
El año que hoy termina ha quedado marcado como uno de los más difíciles para el país en materia agrícola y alimentaria. Los rezagos históricos que acusan los entornos rurales y quienes habitan en ellos se vieron agravados, en el curso de estos 12 meses, por el efecto de fenómenos naturales como heladas, inundaciones y la sequía más grave en siete décadas, que en conjunto afectaron a 70 por ciento de la superficie cultivada del país, ocasionaron la pérdida de cientos de miles de cabezas de ganado y derivaron en problemas de alimentación y acceso al agua potable en amplias franjas del territorio.
Sin embargo, todo parece indicar que las consecuencias sociales de estos fenómenos no se han expresado aún en toda su crudeza. Hace unos días, académicos de la Universidad Autónoma Chapingo señalaron que en 2012 podría producirse un encarecimiento de entre 100 y 150 por ciento en el precio de los alimentos, en tanto que dirigentes de organizaciones campesinas han afirmado que, en el próximo año, podría crecer en un millón el número de mexicanos en pobreza alimentaria.
Sin embargo, todo parece indicar que las consecuencias sociales de estos fenómenos no se han expresado aún en toda su crudeza. Hace unos días, académicos de la Universidad Autónoma Chapingo señalaron que en 2012 podría producirse un encarecimiento de entre 100 y 150 por ciento en el precio de los alimentos, en tanto que dirigentes de organizaciones campesinas han afirmado que, en el próximo año, podría crecer en un millón el número de mexicanos en pobreza alimentaria.
Por graves y atípicas que hayan sido las sequías, las heladas y las inundaciones, sería injusto atribuir el deterioro agrícola y los barruntos de catástrofe alimentaria a esos fenómenos climatológicos, cuando lo que éstos han hecho es amplificar y multiplicar los efectos de un abandono del campo convertido en política de Estado. Desde hace décadas, los gobiernos federales han ensayado una estrategia agraria que, entre otras cosas, ha derivado en el retiro del Estado de los eslabones más importantes de la cadena alimentaria, ha privado al país y su gente de reservas estratégicas de alimentos, ha condicionado al país a la dependencia de naciones extranjeras en esa materia y ha dejado a su población a merced de las fluctuaciones de los mercados y de las burbujas especulativas.
A casi dos décadas de las reformas constitucionales que propiciaron la privatización de tierras ejidales y el éxodo de campesinos a las ciudades, y cuando están a punto de cumplirse cuatro años de la entrada en vigor del capítulo agrícola del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, hay ya evidencia empírica suficiente para desmentir las supuestas ventajas del modelo librecambista impuesto por los centros de poder financiero planetarios vía el llamado consenso de Washington. Pero aunque no fuera así, la gravedad de la circunstancia actual tendría que bastar para que las autoridades emplearan los recursos a su alcance para atenuar la problemática que enfrenta el agro, pues de ello depende la viabilidad alimentaria del país.
No hay razón, pues, para que no se active un freno de emergencia para la situación que vive el campo, el cual tendría que incluir, necesariamente y en lo inmediato, la aprobación de recursos urgentes para los entornos agrícolas –sobre todo los más pobres– y las medidas necesarias para garantizar el abasto de la población. En tal contexto, se tornan incomprensibles y peligrosas decisiones como la adoptada recientemente por el Ejecutivo federal de vetar un fondo de emergencia para atender los daños por las sequías y las heladas, no sólo porque ello implica escamotear ayuda a sectores que en verdad la necesitan, sino porque equivale, dada la situación presente, a una acción de sabotaje contra la nación en su conjunto.
El país requiere, en la circunstancia actual, la recuperación de sus capacidades productivas en materia agrícola y eso no se logrará a menos de que existan las políticas de impulso al desarrollo agrícola y a los pequeños productores. El hambre en México –y en el mundo– no podrá ser abatida mientras no se tomen las previsiones necesarias para proteger a la agricultura –como lo hacen Japón, Estados Unidos y las naciones europeas–, y no se adopten y apliquen directrices agrarias con sentido humano que ayuden a la construcción de naciones viables y autosuficientes, con capacidad para dar de comer a sus habitantes.