Luego de las declaraciones formuladas el pasado miércoles por la titular de la Secretaría de Relaciones Exteriores, Patricia Espinosa, y la vocera de la Presidencia, Alejandra Sota, quienes reconocieron la participación de agentes de la oficina contra las drogas del gobierno estadunidense (DEA, por sus siglas en inglés) en tareas de combate al narcotráfico en territorio nacional, la segunda de esas funcionarias añadió ayer, en declaraciones a este diario, que el destacamento de elementos antinarcóticos estadunidenses en México se incrementó durante el gobierno de Vicente Fox, y "con mayor intensidad en esta administración", y sostuvo que "esa presencia se da en estricto apego a la legislación mexicana vigente y en pleno respeto a la soberanía nacional".
En meses recientes, la creciente injerencia política, policial, militar y de inteligencia de Washington en nuestro país ha sido documentada de diversas maneras: desde los cables filtrados por Wikileaks y reseñados por La Jornada hasta la publicación, por el rotativo estadunidense The New York Times, de informes sobre la actuación en territorio mexicano de agentes de la CIA en activo, así como de militares estadunidenses en retiro. Sin embargo, el que integrantes del gabinete calderonista pretendan defender ante la opinión pública algo que por principio no debiera ocurrir y que acentúa la percepción de una grave debilidad de las autoridades nacionales y de un manejo gubernamental de la seguridad pública y del combate al crimen que resulta contrario a los principios de soberanía e independencia nacionales.
Flaco favor a la administración calderonista hizo ayer su vocera al afirmar que la cooperación entre las administraciones panistas y el gobierno de Washington "ha sido muy importante para compartir información que nos lleve a la detención de blancos importantes del crimen organizado", porque esos logros, en todo caso, se originan en una circunstancia irregular –la operación de agentes extranjeros en territorio nacional– y porque tal afirmación soslaya que, en el contexto de esa misma "cooperación", el gobierno de Washington ha abastecido de armas a las organizaciones criminales en México mediante operativos como Rápido y furioso y Receptor abierto, al mismo tiempo que proporciona armamento a las corporaciones armadas gubernamentales. Por si fuera poco, la estrategia oficial en cuyo contexto se desarrolla la labor de "inteligencia e información" de efectivos estadunidenses destacados en nuestro país, posiblemente haya desempeñado un papel decisivo en el incremento de la violencia, pero no ha hecho otro tanto en la disminución de la producción de drogas ilícitas, como lo señalan los datos, difundidos recientemente por The Washington Post, sobre el crecimiento de los cultivos de estupefacientes en territorio mexicano durante el pasado lustro.
Suponiendo que la operación de agentes de la DEA en México se diera "en estricto apego a la legislación mexicana vigente y en pleno respeto a la soberanía nacional", su presencia representa un factor de riesgo para el país y su población a la luz de la experiencia histórica: el punto de referencia ineludible es el oscuro homicidio, en febrero de 1985, de Enrique Kiki Camarena, agente encubierto de esa misma corporación, cuyo cadáver apareció un mes después en el rancho El Mareño, ubicado en Michoacán. Ese homicidio trastocó gravemente la relación bilateral y expuso a México a terribles chantajes diplomáticos, a violaciones de su soberanía, como el secuestro y traslado ilegal de varios mexicanos a territorio del país vecino para ser juzgados en tribunales estadunidenses y, posteriormente, a una campaña de abierta hostilidad y presiones políticas que, entre otras cosas, se expresó en los humillantes procesos de "certificación" antidrogas de Washington.
Con estos elementos de juicio, resulta insostenible el intento gubernamental por explicar la presencia de agentes estadunidenses como algo benéfico, deseable y hasta necesario para nuestro país. En todo caso, si el gobierno mexicano ha cobrado conciencia de su propia incapacidad para combatir a los cárteles de la droga con base en la estrategia de seguridad vigente, lo procedente y necesario sería la modificación de la misma, no recurrir en busca de ayuda a agencias de Washington –CIA, DEA, FBI– con un historial de acciones sórdidas fuera de las fronteras estadunidenses y una añeja vocación para la desestabilización, la intriga y la fabricación de coartadas intervencionistas.