Alvaro Cepeda Neri / Contralinea / 24 Abril 2011
Durante el mal gobierno de la década panista, entre otros problemas, se agudizó la corrupción judicial federal, de los estados y del Distrito Federal. Los tribunales son guaridas para las componendas, con jueces y magistrados venales, que imparten resoluciones favorables a los despachos de abogados que sobornan para que sus clientes resulten vencedores, aunque las contrapartes, sin dinero y a veces sin abogados ni siquiera de oficio, demandados o demandantes, tengan los argumentos y las pruebas contundentes contra los falsos testigos y la parcialidad de los ministerios públicos.
El documental Presunto culpable exhibe apenas una milésima parte de toda esa corrupción que mueve a los aparatos
judiciales. Y esto incluye a la Suprema Corte de Justicia de la Nación, donde gestores de los funcionarios poderosos, empresarios generosos y toda clase de lobbystas logran torcer más los ya torcidos caminos de las injusticias.
Casos recientes han provocado escándalo respecto de la parcialidad de los jueces, los magistrados y ministros, a lo largo de esa cadena judicial federal como en las 31 entidades y el Distrito Federal. Incluso los funcionarios judiciales federales, no se diga los del fuero común en esas entidades y la capital del país, sirven a los gobernadores, presidentes municipales, al mismo “señor presidente” de la República y al jefe de gobierno del Distrito Federal. Pero atrás de todos ellos están los ministerios públicos –que, en el renglón penal, han de perseguir los delitos y consignar a los presuntos culpables–, el origen de procesos penales contrarios al más elemental raciocinio y al imperio de la ley.
Hoy, en nuestro país, Cesare Beccaria, quien combatió la barbarie judicial, bien podría poner al frente del sistema judicial y los ministerios públicos lo de que son “las heces de los siglos más bárbaros (de su ensayo De los delitos y de las penas, con comentarios de Voltaire, en Alianza Editorial, número 3550).
Los ministerios públicos, nombrados y dependientes del gobernador en cada entidad, del jefe de gobierno en el Distrito Federal y del presidente de la República, obedecen las consignas de sus jefes para procesar penalmente a quienes consideran sus enemigos. Acatan a los poderosos, sean éstos los demandados o los demandantes. Son poquísimos los jueces, magistrados y/o ministros que cumplen con su obligación de resolver imparcial y legalmente, pues invariablemente esos funcionarios del aparato judicial (que se extiende a las competencias civil, mercantil, ¡y no se diga contra los trabajadores en las juntas de Conciliación y Arbitraje!, cuyos titulares son nombrados por los gobernantes a quienes sirven) son la otra corrupción que también enraíza en gobernadores, presidentes municipales y el propio presidente de la República; siempre al mejor postor o al servicio de los intereses creados. Si ha de explorarse el origen de las parcialidades que imparten injusticias en el tema penal, no debe caber duda que son los ministerios públicos quienes inician la barbarie de ese abuso.
Los ministerios públicos con policías cavernícolas en su mayoría investigan, solicitan las órdenes de aprehensión y deben buscar las pruebas para acreditar la responsabilidad de los presuntos inculpados. Muy de tarde en tarde, se ha propuesto la autonomía de esos órganos, los cuales se prestan a presiones, aceptan sobornos y raramente terminan expedientes imparciales, con lo que inocentes salen perjudicados. Y las investigaciones por denuncias, si son contra funcionarios, permanecen inconclusas para facilitar la impunidad.
Pero si las denuncias favorecen al “príncipe”, de inmediato consignan ante el juez, una vez que éste concedió o no la orden de aprehensión, para que los tribunales sentencien a gusto de los gobernantes. Esos funcionarios del Ministerio Público por lo general sondean si el gobernador, el presidente municipal, el presidente de la República o cualquier otro funcionario (los presidentes de los poderes judiciales, etcétera) no tienen interés en la investigación, para entonces abrir sus bolsillos a los mejores postores y así sentenciar a la contraparte que no tiene dinero para comprar la “justicia”.
Otorgarle autonomía en el contexto de una ley orgánica que los sujete al máximo para el cumplimiento de las leyes es lo que procede para controlar a los ministerios públicos. Éstos dan origen a la persecución de los delitos y tienen un poder despótico por la protección que reciben de los gobernantes, a los que se someten. Y los ministerios públicos federales se entregan, por favores que reciben, a los gobernadores. Es rara avis el funcionario que actúa imparcialmente. Casi siempre la corrupción los orienta. Ellos integran los expedientes a su modo y los jueces, con sus policías, a su vez completan ese círculo vicioso para dictar resoluciones infames, de barbarie, que son injusticias de muy difícil reparación.
Los ministerios públicos federales (la Procuraduría General de la República) y los de la entidades, que tienen como jefes a los gobernadores y al presidente de la República, con base en la complicidad de la impunidad, porque hacen favores a esos “príncipes”, investigan superficialmente, solicitan las órdenes de aprehensión con desparpajo y consignan ante jueces, magistrados y ministros del aparato judicial a quienes no tuvieron dinero para comprar las resoluciones. Si existe otra causa para la explosión social, no cabe duda que la corrupción judicial que se inicia en los ministerios públicos es tan principal como el desempleo, el hambre, la impunidad. La impartición de justicia, que imparte injusticias, ha generado un irreversible malestar social.
*Periodista