Autor: Marcos Chávez / Contralinea / 24 Abril 2011
El desdén mostrado por los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial ante las manifestaciones de descontento y de rechazo a la crecientemente brutal violencia criminal, la estrategia oficial con la que se le combate, que al alimón hunden al país en la impunidad y lo ahogan en un baño de sangre, y la contrarreforma laboral neoliberal que la mayoría panista y priista del Congreso pretende legalizar –protestas llevadas a cabo el 6 y 7 de abril–, es una expresión más de la distancia entre gobierno y sociedad, de la crisis política por la que atraviesa la nación.
Las respuestas de las elites políticas sólo ensanchan y profundizan ese abismo cada vez más insalvable y que ellas mismas han creado. Representan nuevos agravios que agudizarán el resentimiento de la población, el descrédito y la pérdida de representatividad del sistema. El desinterés del gobierno por atender sus demandas sociales legítimas –a las cuales, por el contrario, como mafia, pisotea y desmantela con la misma impunidad con la que actúan los narcos, con la única diferencia que aquéllos tienen fuero, se solapan, encubren sus ilegalidades y las blanquean retorciendo la ley, la ausencia del estado derecho que proteja a los ciudadanos ante la delincuencia y las propias autoridades, o la inexistencia de mecanismos legales que canalicen institucionalmente el malestar– no le deja a la población más que buscar las soluciones que consideren adecuadas para resolver sus problemas.
¿Qué sentido tienen los procesos electorales como formas pacíficas de representación, arbitraje y resolución de conflictos, de alternancia partidaria en el gobierno con diferentes proyectos de nación, si lo que se ha dado en llamar “democracia” en México le niega a la población el papel de ciudadanos de la República; si estamos frente al mismo antiguo régimen autoritario cogobernado, al menos desde 1990, por el Partido Revolucionario Institucional (PRI) y el Partido Acción Nacional (PAN), luego del pacto antisocial, anticomunista y neoliberal formalizado entre Carlos Salinas y Diego Fernández; si la sociedad no tiene las formas legales para supervisar y obligar a los gobernantes a que cumplan con sus compromisos, para destituirlos y sancionarlos?
En su tragedia y su legítima rabia, las exigencias del escritor Javier Sicilia son las mismas que desde hace tiempo enarbolan amplios sectores de la población: justicia ante el artero crimen sufrido por su hijo y sus amigos, presuntamente asesinados por militares; el cambio en la ineficaz lucha calderonista en contra de los narcotraficantes, la cual se ha convertido en una especie de guerra de limpieza de la escoria social, que ante la ausencia de mejores opciones de vida opta por sumarse a la delincuencia y que es generada por el propio sistema político autoritario y su modelo neoliberal antisocial y excluyente administrados por priistas, panistas y la oligarquía, que fue impuesta ilegalmente, sin límites jurídicos, con la complicidad de la Corte y el Legislativo, que ha costado la vida a cerca de 40 mil personas, la violación sistemática de los derechos humanos y el agravamiento de la inseguridad, hechos que son compartidos en diferentes grados por los narcotraficantes, los aparatos represivos del Estado y otros órganos de gobierno; el retorno de los militares a los cuarteles, cuya imagen se ha enturbiado aún más por sus impunes atropellos; la independencia del Poder Judicial del Ejecutivo para garantizar una justa impartición de justicia. Ésos y otros reclamos socialmente compartidos explican las espontáneas movilizaciones que acompañaron a Sicilia en su convocatoria.
Son esa misma arbitrariedad, injusticia, represión, autoritarismo, tráfico de influencias, protección, corrupción, exclusión, que como el cáncer destruyen de diferentes formas el tejido económico y sociopolítico de la nación. La padecen los trabajadores indocumentados extranjeros que atraviesan México; los indígenas, los defensores de los derechos humanos y los recursos naturales; los asalariados, como los electricistas o los mineros que defienden sus derechos conculcados por los empresarios, el gobierno y los legisladores –por el Grupo Minero México, en Pasta de Conchos o Cananea; la canadiense First Majestic, en Real de Catorce, San Luis Potosí; Sempra Energy, en la zona turística y ecológica de Costa Azul–; que enfrentan la reprivatización eléctrica y petrolera (los contratos incentivados entregarán a la depredación de los contratistas la extracción y explotación del crudo) o la “flexibilidad” laboral con la que el bloque dominante, encabezado por los priistas, quiere convertirlos en esclavos. Es la oligarquía que medra de esas plagas que construyeron como proyecto, que convirtió a la nación en su botín y a los panistas y priistas del Ejecutivo y el Congreso en sus cómplices, copartícipes y siervos, ya que a ella le deben su alternancia en la administración. Por esa razón, estos últimos se mantienen cautelosos ante la guerra sucia interoligárquica que llevan a cabo Televisa y TV Azteca contra Telmex-Telcel por el control de las telecomunicaciones, pisoteando cuanta norma legal se les pone enfrente. Saben que esa lucha por la ampliación de los espacios de la acumulación de capital sintetiza sus pugnas por ensanchar sus áreas de poder, las contradicciones de sus relaciones con los priistas y panistas, quienes se esmeran en beneficiarlos, y que condicionarán el proceso de reacomodo de las fuerzas políticas previo al proceso electoral, el nombramiento de los candidatos y las elecciones. La oligarquía quiere un administrador a modo para que asegure la continuidad autoritaria-neoliberal (¿Enrique Peña, Manlio Fabio?).
La evolución de la guerra calderonista también se ha convertido en un motivo de preocupación externa. De manera oblicua, William R Brownfield, subsecretario de Estado adjunto de la Oficina de Asuntos Internacionales de Procuración de Justicia y Narcotráfico de Estados Unidos, afirmó: “Nos equivocamos” al considerar el problema del tráfico de drogas “como una cuestión que [sólo] tenía que ver con el cumplimiento de la ley, con enjuiciamiento, que podría ser resuelto rápidamente con una campaña agresiva, y que no requería un enfoque gubernamental pleno”. El director de la Agencia Federal de Investigación, Robert Mueller, agregó que la violencia en México ha llegado a niveles “sin precedentes”, y que el gobierno aún no ha logrado controlarla. El Grupo de Trabajo de Naciones Unidas sobre Desapariciones Forzadas o Involuntarias demandó el retiro del Ejército de las calles, porque se ha convertido en una amenaza para los derechos humanos y con su actuación se ha incrementado la criminalidad. La Organización de las Naciones Unidas también mostró su “profunda preocupación por el alarmante número” de secuestros, extorsiones, tortura, desapariciones, tratos crueles y degradantes, así como asesinatos de migrantes a su paso por México.
Oportunista, el PRI quiso capitalizar las críticas a la guerra de Felipe Calderón que él mismo apoyó. Francisco Labastida Ochoa dijo que “la seguridad pública en el país es un desastre. Al final, Humberto Moreira añadió que “no es el momento” de que el Ejército regrese a sus cuarteles. No se puede abandonar esa lucha”. El panista Gustavo Madero agregó que su partido asume el costo político que implica la guerra calderonista. José Ramón Cossío Díaz, ministro de la Corte, remató que la forma en que operan los retenes militares “genera muchos problemas de constitucionalidad porque actúan bajo la idea de flagrancia”, y con ello validan la existencia misma de esta estrategia policiaca y castrense.
La respuesta de Calderón fue que no hay alternativas de menor costo social. Genaro García Luna, de Seguridad Pública federal, estimó que, para 2015, disminuirá la violencia delincuencial. Es decir –agrego yo–, cuando se hayan acumulado alrededor de 100 mil cadáveres y aplastado aún más los derechos humanos, porque con el nombramiento de Marisela Morales como titular de la Procuraduría General de la República, difícilmente puede esperarse un curso distinto, dada la subordinación de ese organismo al Ejecutivo.
Con más juicio, Luiz Inácio Lula da Silva señaló lo que los déspotas y los neoliberales se niegan a aceptar: parte de la violencia se origina en la cantidad de años de desatención de los más pobres y por la falta de decisión para enfrentar esa situación políticamente. ¿Cómo? Con el crecimiento sostenido del mercado interno, el alza de los salarios de los trabajadores por arriba de la inflación, la mejor distribución de la riqueza. “Es posible crecer y distribuir mejor al mismo tiempo. El crecimiento tiene sentido si la sociedad mejora su calidad de vida, principalmente los sectores más pobres. Es posible cambiar la cara de nuestros países”. Eso pasó en Brasil, con su gobierno.
Por cortesía, acaso, Lula no añadió que esa voluntad de Estado fue posible gracias a la democracia y en contra la oligarquía brasileña. Porque su auditorio fueron los oligarcas mexicanos Roberto Hernández, Carlos Gómez, Roberto González, Marco A Slim, y el Chicago Boy Francisco Gil Díaz, entre otros, que cínicamente le aplaudieron, ya que ellos son corresponsables, junto con los priistas y panistas, de la miseria de las mayorías, la base de sus obscenas fortunas (¿también con el narco, además de los turbios negocios y la depredación de las riquezas de la nación?). Que miles de marginados se vean obligados a sobrevivir como delincuentes, que se asesinan entre ellos, que los aparatos represivos del Estado los cazan, en su nombre y de la elite política, con singular alegría, y que entre ambos grupos liquidan y atropellan a inocentes.
La legalización de los esclavos asalariados flexibles redundará en mayores ganancias para la oligarquía; pero también robustecerá el ejército de los excluidos y los delincuentes.
Hasta Robert Zoellick, del Banco Mundial, acaba de señalar que para romper con el círculo de la violencia y la delincuencia, como la que vive México, se requiere de instituciones más legítimas, eficientes y responsables que ofrezcan seguridad, justicia, empleos, sin matizar qué tipo de empleos.
Las soluciones son evidentes, pero no están en la agenda de las elites políticas y oligárquicas mexicanas.
La respuesta de Calderón a Javier Sicilia y la sociedad es clara. La movilización encabezada por Javier es legítima, pero insuficiente. Al margen de que Calderón sea o no un “buen hombre”, no cambiará su posición, como tampoco lo hará el bloque dominante. Los estallidos espontáneos pueden provocar el derrumbe de un gobierno, pero no el cambio de los regímenes despóticos-neoliberales. Los países del Magreb y el Medio Oriente lo evidencian. Los “democráticos”, como los europeos, refuerzan el autoritarismo. Pueden estimular la emergencia de regímenes progresistas, como en Argentina, Brasil, Uruguay, Venezuela, Ecuador o Bolivia, pero nada lo garantiza. Colombia o Perú muestran que pueden seguirse otros senderos retrógrados. Las experiencias históricas nos indican la importancia de la organización y la elaboración de proyectos de nación alternativos, ya sea para generar el parto de la democracia o una nación poscapitalista pacífica o violentamente. Eso dependerá de la resistencia del viejo régimen, los enemigos del pueblo. A menos que se acepte bovinamente el fondo del abismo de la salvaje explotación capitalista neoliberal y de la descomposición social, del terrorismo de Estado, de la zozobra ante la incontenible delincuencia, la organizada desde los laberintos del poder político-empresarial o de los marginados por el sistema.
*Economista