A principios de los años 70, siendo secretario general del PRI, Enrique González Pedrero definió a ese partido, no como
El viejo partido, en efecto, sólo se representaba a sí mismo y, como el Estado que gobernaba, su estilo era colocarse por encima de todas las clases sociales. Sólo representaba al poder del Estado y a todos los que se le sumaran.
un partido de clase, sino
de clases. La expresión le resultó redonda al entonces dirigente priísta. En sus largos años de dominación estatal, el antiguo partido oficial (se llamara PNR, PRM o PRI) no tuvo jamás una identidad clasista, en el sentido que le daban al término los viejos marxistas. Más que
de clases, era
sin clase.
El viejo partido, en efecto, sólo se representaba a sí mismo y, como el Estado que gobernaba, su estilo era colocarse por encima de todas las clases sociales. Sólo representaba al poder del Estado y a todos los que se le sumaran.
Los trabajadores asalariados y también los del campo o los empleados clase medieros jamás se han dado una representación partidista. Más bien se las han dado otros. Los primeros, los asalariados, tuvieron en México sus momentos de gloria como clase independiente. Fue a partir de 1932, cuando, bajo el liderazgo de Vicente Lombardo Toledano y organizados en la Confederación General de Obreros y Campesinos de México (CGOCM), pudieron convertirse en un auténtico movimiento obrero independiente. Eso se prolongó con la fundación, en febrero de 1936, de la Confederación de Trabajadores de México (CTM). Entonces, el movimiento obrero fue
apolítico, en el sentido de que no se identificaba con ningún partido político.
Y lo fue de verdad. Al llegar al poder, el general Cárdenas tuvo que tratar con ese movimiento y sus dirigentes en pie de igualdad y proponiéndoles un plan de alianza política, no de sumisión. Lombardo le propuso a Cárdenas el pleno respeto de los derechos laborales consagrados en la Constitución. Y apechugó. Como extra, le pidió que cerrara todos los casinos y antros de juego. Y apechugó. Eran los tiempos de gloria, cuando el movimiento obrero era de verdad independiente y trataba de igual a igual con el gobierno. Todo ello lo echó a perder el propio Lombardo cuando aceptó, en 1937, que en la campaña electoral de ese año los dirigentes sindicales se convirtieran en diputados del partido oficial.
Ese hecho convirtió a la dirigencia sindical en un grupo de poder del Estado y dentro de él. Cuando Cárdenas impulsó la refundación del partido oficial como PRM, la conversión de los dirigentes sindicales en personeros del Estado se dio en automático. Entonces los sindicatos se convirtieron en verdaderas cárceles corporativas de los trabajadores y éstos perdieron su independencia política y, también, su poder de negociación al tratar con los patrones o con el Estado los problemas relativos a su condición de asalariados. La solución a esos problemas dejó de ser materia de trato entre las dos clases fundamentales de la sociedad y pasaron a ser simples disposiciones políticas de gobierno.
Antiguos derechos como la libertad sindical, la contratación colectiva, el derecho irrestricto de huelga, los salarios caídos sin límite, durante y luego de una huelga, la seguridad social (aun antes de que se estableciera el régimen de seguridad social con el IMSS), pensiones que aseguraban el retiro con dignidad y, en general, el trato de igual a igual entre los trabajadores y sus empleadores, eran plenamente reconocidos por el gobierno y por las clases patronales. En las reformas laborales no siempre se fue adelante y hubo muchos retrocesos y suspensos obligados para el derecho del trabajo. Pero éste era una roca que permanecía más o menos incólume. Y eso ocurrió durante los regímenes priístas.
Con la reforma de 1970, que modificó a fondo la vieja ley de 1931 y en cuya relaboración participó activamente el maestro Mario de la Cueva, el derecho del trabajo persistió con todas sus instituciones fundamentales. Los gobiernos priístas, aunque lo quisieron y dieron innumerables muestras de ello, no pudieron acabar con las clases trabajadoras. Sus derechos se mantuvieron íntegros y, aunque el derecho laboral no fue el mismo de antes, en su esencia se mantenía tal cual. Los gobernantes priístas jamás han estado del lado de los trabajadores. Lo demostraron por el modo en que manejaron la justicia del trabajo. Con ese adefesio inmundo de las juntas de Conciliación y Arbitraje, siempre supieron estar del lado de los patrones y del suyo propio. Los trabajadores siempre perdieron con ellos.
Los sindicatos, por supuesto, después de los años 30 dejaron de ser lo que habían llegado a ser: verdaderas organizaciones de resistencia del trabajo asalariado y de defensa de los intereses de los trabajadores. Se convirtieron en entes extraños a esos intereses. Fueron, desde entonces, organizaciones al servicio del Estado y fuentes de poder para los líderes que el Estado mismo reconocía como sus personeros. Los trabajadores, como tales, fueron anulados en el juego político que desarrollaban los sindicatos y sometidos, muchísimas veces por la violencia, a la voluntad de sus dirigentes corruptos y vendidos. No podemos culparlos del papel de peones serviles y dóciles que eran acarreados a las concentraciones priístas o se les conducía a votar por los candidatos oficiales. Estaban dominados.
Los líderes sindicales priístas estaban en jauja y sólo se atenían a sus compromisos directos con el presidente de la República y al usufructo de su poder sindical, dominando y sometiendo a los trabajadores a sus fines políticos y de lucro personal. En la reforma a la Ley Federal del Trabajo de 1970, ninguno de ellos tuvo nada que decir y, más bien, se cuidaron de expresar sus temores porque sus privilegios pudieran ser afectados, cosa en la que de verdad sacaron las uñas. Esa reforma fue, en gran parte, favorecedora de los intereses patronales y el mismo maestro De la Cueva lo puso muy en claro. Fue por eso que Díaz Ordaz la aceptó.
El PRI, en los hechos, ha sido siempre un enemigo descarado de los intereses de los trabajadores. Su cliente, por así decirlo, son sus dirigencias sindicales, tan traidoras y sucias respecto a esos intereses como las mismas dirigencias priístas. No hay hecho que nos diga que los priístas se han comprometido con los trabajadores y sus necesidades. Todo lo contrario: no hay hecho que no nos diga que los priístas sólo han traicionado a los hombres que trabajan y han hecho todo lo posible por someterlos a los peores sistemas de explotación y de opresión. Entre ellos y sus dirigentes sindicales se encontraron los mayores opositores a la reforma de 1970, por la razón, muy obvia, de que temían perder sus privilegios.
Los proyectos de reforma laboral que los priístas presentaron en el curso del año pasado los aproximó al viejo derecho del trabajo, planteando una defensa razonable de los derechos de los trabajadores. Sus propuestas fueron rechazadas tajantemente por los grupos patronales. Doblaron las manos y acaban de presentar una iniciativa que será la vergüenza del PRI para siempre: pro patronal y antisindicalista a fondo; negadora de todos los tradicionales e históricos derechos de los trabajadores.
Hice un poco de historia para fundamentar lo que me propongo escribir sobre esa malhadada iniciativa en mis próximas colaboraciones. Tal vez ya será tarde, pero valdrá la pena desenmascarar esta felonía del actual priísmo.