
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- El 29 de junio en la Cumbre de los
presidentes de América del Norte, el presidente de Estados Unidos,
Barack Obama, disintió del término “populista” que el de México le había
asestado a “los actores políticos y liderazgos que asumen posiciones
populistas y demagógicas, pretendiendo eliminar o destruir lo que se ha
construido, lo que ha tomado décadas en construir para revertir
problemas del pasado y cuyos beneficios no alcanzan a llegar a toda la
población”. Obama le respondió que se buscara un diccionario para saber
qué era “populismo”, pero que si era preocuparse por los trabajadores y
para que los banqueros tuvieran frenos a sus ganancias, entonces él se
reivindicaba “populista”.
El diccionario no es tan buena opción. El populismo se adjudica a otro para denigrar su posición política. No es ni un tipo de movimiento con una base social particular ni es una ideología. Si no lo tomamos como lo hizo el presidente mexicano, es decir, como una descalificación, es la sustancia misma de lo que todavía llamamos la política. Es nombrar al pueblo. Hay distintas formas de hacerlo y, por eso, hay populismos campesinos, milenaristas, de clase media venida a menos, de derecha o de izquierda. Se le asocian términos como “demagógico” o “retórico”, “vago”, “irresponsable”, “manipulador”, “marginal”, pero hacerlo forma parte ya de la política, es decir, del conflicto. Lo que implica afiliarlo a esas palabras es ya una idea de pueblo: una multitud de gente sugestionable, enardecida, con las emociones desbocadas, acaso violenta, infiltrada por locos, ladrones, mujeres histéricas (en la definición prefreudiana de “las masas”) y enceguecida por un líder carismático. Esta decimonónica percepción del pueblo contiene una curiosidad inexplicable: los individuos son racionales, contables en número de población, en votos, en credenciales de identidad. Pero esos mismos, en pueblo, pierden la razón y se vuelven destructivos y bestiales. Si eso fuera así, el líder y la multitud podrían ser iguales al publicista y el público. Daría igual que fueran campesinos convencidos de que hay que matar poblaciones enteras para acelerar el fin de los tiempos que votar por miedo –contra “el peligro para México”– a los inmigrantes sirios. Pero no es así. Si decimos que el pueblo es conducible, irreflexivo, desprovisto de autoestima, también diríamos que el gobierno tiene falta de decisión o que ha sido “tolerante hasta excesos criticables” y “no le tiembla la mano”. Dejaríamos con esa retórica de vernos como un espacio de tensiones entre grupos sociales con objetivos distintos y, muchas veces, irreconciliables.
Se nombra al otro “populista” cuando el que lo nombra quiere hacer
pasar su posición por verdadera, razonable, ya merito llegamos al
desarrollo. Y necesita enfrente a quien sólo quiere –como dijo el
presidente mexicano– “destruir lo que nos ha costado décadas construir”.
En este caso lo que habría que “destruir” es el neoliberalismo a la
mexicana, es decir, el libre comercio de mis amigos y compadres. Decir
que “falta mucho” pero hemos avanzado es una treta para ganar tiempo a
un modelo que genera desigualdad, rapiña y avaricia. Pero quizá lo digo
porque soy pueblo, no administrador.
Todos los que hacen política definen un pueblo porque, si fuéramos
una comunidad sin diferencias ni conflictos, la política no haría falta.
El pueblo es lo que está afuera de ella pero se nombra como un todo.
Son los que no cuentan, los excluidos, son los nombres de la ausencia.
Es una red de demandas insatisfechas, unidas y equiparadas por el nombre
que las limita y, a su vez, las excede. Es lo dispar, como el amor.
Decía George Bernard Shaw que estar enamorado era exagerar las
diferencias entre una mujer y otra, y ese es justo el caso de la
política: no sólo es una retórica –si tuviera contenido fijo no podría
apelar a unificar lo que es tan diferente–, sino que implica una acción y
una emoción. Nombrar al pueblo implica condensar demandas no atendidas y
aspiraciones en un antagonismo: el abuso del poder por parte de grupos
parasitarios y, del otro lado, las víctimas de la corrupción y el
monopolio del poder. O, en el tenue discurso del presidente mexicano:
vamos tomando camino, no se me desesperen y sigan votando o dejándose
comprar votos por mi grupo que sí representa al verdadero interés del
pueblo. Así, nombrar al pueblo es, desde decirlo, una acción: denuncia
un estado de cosas que tiene que cambiar y expresa en palabras que
necesariamente tienen que ser retóricas –justicia, libertad, igualdad–,
un deseo de plenitud mítico, inasible, pero que resalta la injusticia,
la opresión y la -desigualdad. O en el del presidente mexicano: una
abundancia que llegará si esperamos a que el “libre comercio” haga su
invisible trabajo. Todos los discursos políticos contienen esa identidad
construida entre el yo y el yo ideal, entre la plebs (los no
privilegiados) y el populus (la totalidad de los ciudadanos). Más allá
de las demandas no contestadas por un poder insensible, es una
disposición a identificarse en un nombre que excede y sobrepasa a los
que no cuentan, a los incontables, a los separados. Entre el intento de
descalificación que usó el mexicano y la reacción de Obama hay, en
efecto, un abismo: no son lo mismo las políticas públicas –el intento
por reducir nuestras diferencias a un plan administrativo– y hacer
política, lo que trasciende la resignación a ser plebe y nunca populus.
Darle nombre a un todo que se percibe como tachado de las listas de
Forbes y que sabe que su existencia precaria es parte de una épica
siempre en marcha.
Fuente: Proceso
Fuente: Proceso