
Aparecen los muertos
Como luces y frutos
Como vasos de sangre
Como piedras de abismo - David Huerta
MÉXICO, DF (Proceso).- Al cerrar este año debemos hablar de lo que nadie quiere hablar ya. Hablar contra el silencio, contra la hipocresía, contra las mentiras. Compartir como lo hace Sergio González Rodríguez en su libro Los 43 de Iguala, la certeza de que lo perverso ha devorado el bien común en nuestro país. He allí la terquedad de los hechos. El color gris que se extiende sobre lo que era un espectro cromático. Las cenizas de los muertos.
Fotografías, documentos, informes, transcripciones
jurídicas. Testimonios, grabaciones, videos de lo que ocurrió aquella
noche en Ayotzinapa. El retrato fiel del México que nos negamos a
enfrentar: la normalidad de lo atroz en medio de la política formal. La
barbarie envilecida al amparo del formalismo institucional. Los tiempos
sombríos de abusos e injusticias.
Y en nuestro país la atrocidad
sucede como si nada aconteciera. Con la muerte de tantos –no sólo de los
43– se tritura el estatuto humano. Por ello el imperativo de no callar,
de caer en la amnesia o el desdén. Dice González Rodríguez y con razón:
“gritar es poder, al igual que sobrevivir es hacerse presente”. Gritar
que el Estado tiene responsabilidad política y judicial en la masacre de
Iguala. Gritar que rechazamos por inconsistente e incompleta la
investigación oficial al respecto. Para así recobrar la lucidez ante el
error consentido. Para así ejercer la libertad de transformar lo aciago.
Lo indecible. Cuarenta y tres estudiantes a los cuales la policía les
disparó. Cuarenta y tres estudiantes golpeados, perseguidos,
desaparecidos, posiblemente quemados. Autoridades federales –incluyendo
la policía y el Ejército– que “se negaron a intervenir” aunque como lo
ha revelado el reporte del Grupo Interdisciplinario de Expertos
Independientes de Ayotzinapa, estuvieron presentes o dieron órdenes o
fueron omisas.
Omisas desde hace décadas con una normal en donde
las frases reiteradas –voces dulces y broncas a la vez– se expresan en
tono de proclama, convicción, denuncia. “Queremos un gobierno justo”.
“Estamos decepcionados con el gobierno”. “Tenemos bastante rabia”.
“Extrañamos mucho a nuestros compañeros”. “Los funcionarios no se
preocupan por nosotros”. “Exigimos justicia, no olvido”. “Fue el
Estado”. Voces que surgen del segundo territorio de la República con
mayor índice de pobreza. Donde 71 por ciento de la población está por
debajo de la línea del bienestar, definida por el propio gobierno
mexicano.
Un foco de agravio, advertido desde hace tiempo. Un
lugar olvidado o por el júbilo reformista, debajo del cual subyace un
severo deterioro social e institucional. Pero quienes señalaban lo que
estaba ocurriendo en el sur de México eran tachados de aguafiestas,
resentidos, amargados, activistas, radicales. Mientras el juvenicidio
crecía, condenando a 16 millones de muchachos a algo peor que la escasez
de futuro. La mitad de todos ellos viven en la pobreza. Padecen la
discriminación diaria, la agresión incesante, algún tipo de violencia o
maltrato. Enfrentan la disyuntiva diaria de la legalidad o la
ilegalidad, la supervivencia o la autodestrucción, la inercia o la
rebelión. Y en Guerrero la insurrección contra el orden instituido ha
sido un acto de fe, constante. Las movilizaciones se nutren de la
exasperación creciente, cíclica ante gobierno tras gobierno que sólo
parece voltear a ver a la región para enviar al Ejército allí.
Y
ante la corrupción e ineficacia del Estado los estudiantes han ido
radicalizándose, no siempre para bien, como cuando en 2011 el
enfrentamiento con la policía llevó a la muerte de dos de ellos, junto
con la de un empleado de una gasolinera. En nombre de la “cooperación
con la causa” los estudiantes de Ayotzinapa acostumbran impedir el libre
tránsito de automóviles y gente. Se apropian de vehículos, mercancías y
productos. Privan de la libertad a personas. Exigen donaciones en
especie mediante amenazas o violencia. Causan actos en propiedad ajena y
realizan actos de vandalismo. La impunidad persiste también entre los
inconformes con el orden social. Todo eso es cierto, y aun así no
merecían el destino –aún rodeado de incógnitas– que padecieron. Su
desaparición está directamente vinculada con los abusos de las fuerzas
del orden contra los derechos humanos en Guerrero desde hace años.
Guerrero
como tantos otros estados, sitio de detenciones ilegales y golpizas y
torturas y violaciones y desapariciones forzadas. Sitio de encono
incesante. Matar a personas o desaparecerlas se ha vuelto una costumbre.
En 2013 Guerrero concentraba los cinco municipios más violentos del
país. Personas que pasaron a formar listados de datos o gráficas o
cuadros, y en la oscuridad de las cifras, el resplandor de cada víctima.
La barbarie de Iguala fermentó mucho antes de la noche de los 43. Un
lugar que registró –también en 2013– una tasa de homicidios por cada 100
mil habitantes 210% superior a la nacional. Un lugar donde el gobierno
para y con los ciudadanos no existía. Un lugar que se convirtió en un
punto estratégico para la producción y tráfico de heroína, con la
complicidad de la autoridad. Allí, el ascenso del imperio del crimen.
Allí, un lugar barbárico del cual Enrique Peña Nieto no se atrevió a
hablar hasta 11 días después de la desaparición de los 43.
Y
mientras van y vienen las investigaciones, los informes y los
contrainformes, las “verdades históricas” y las mentiras que contienen,
lo que Sergio González Rodríguez nos recuerda es la tarea de seguir
hablando. No permitir que la matanza de Iguala desaparezca de la
memoria. No permitir que la palabra se oscurezca y se extinga en lo
impío de la autoridad que preferiría eso. No permitir que las
autoridades minimicen o soslayen los hechos o argumentar que se trata de
casos aislados. No permitir que la ciudadanía sea ajena a la causa de
los padres sin hijos que es la de todos. Rechazar el país en el cual nos
hemos convertido, de balas y esquirlas y gritos y pavor y cadáveres
verdes y huesos opacos. Iguala proviene de la palabra náhuatl
yohualcehuatl, que quiere decir “donde se sosiega la noche”. Pues llega
la penumbra e Iguala no encuentra sosiego. Llega la noche y México no
encuentra paz. Habrá que buscarla resistiendo la impunidad, exigiendo
mejoras auténticas, demandando colectivamente que la desaparición de los
43 se vuelva un punto de inflexión y no sólo una anécdota más. Para que
aquellos a quienes se les arrebató la esperanza sean quienes nos la
devuelvan.
Fuente: Proceso
Fuente: Proceso