
MÉXICO, D.F. (Proceso).- El creciente desfase entre los intereses
ciudadanos y los de la élite gobernante es evidente. La brecha que
separa al gobierno de Enrique Peña Nieto de la sociedad se profundiza al
tiempo que aumenta la distancia entre la ley y su cumplimiento.
Mientras los mexicanos demandan una democracia eficaz, probidad en la
administración pública, castigo a los corruptos, así como respeto a la
legalidad y los derechos cívicos, quienes ostentan el poder pretenden
lucrar impunemente con sus cargos y ocultar la omnipresente corrupción y
la violación de los derechos humanos –ejecuciones extrajudiciales,
desapariciones forzadas,
torturas, violaciones de mujeres y niñas, feminicidios– perpetradas por autoridades civiles, policiacas y militares. En consecuencia, el encubrimiento se ha convertido en prioridad de la presente administración.
torturas, violaciones de mujeres y niñas, feminicidios– perpetradas por autoridades civiles, policiacas y militares. En consecuencia, el encubrimiento se ha convertido en prioridad de la presente administración.
La situación de los
derechos humanos es ominosa e insostenible. En lugar de corregirla, el
gobierno se empeña en negarla a pesar de la amplia documentación al
respecto y de un diagnóstico en el que coinciden la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos, las Naciones Unidas, Human Rights
Watch, Amnistía Internacional y, por supuesto, las víctimas de los
abusos, los familiares de los desaparecidos y especialistas mexicanos en
el tema. En su reciente visita a México, el alto comisionado de la ONU
para los Derechos Humanos expresó la urgencia de combatir la impunidad
en el país: 98% de los casos criminales no son resueltos. Asimismo,
lamentó la intolerancia del gobierno ante la crítica –de la que fue
víctima el relator de la ONU Juan Méndez tras declarar que la tortura es
una práctica generalizada en México– y recomendó “no matar al mensajero
sino atender al mensaje”.
A pesar de ello, el general Salvador
Cienfuegos, secretario de la Defensa Nacional, se niega a que los
soldados presumiblemente involucrados en los casos de Tlatlaya y
Ayotzinapa sean interrogados por expertos de la CIDH o de la ONU. Como
condición para someterlos al escrutinio de los legisladores exige que
estén acompañados de un superior “para evitar intimidaciones”. Es claro
que dicha presencia sí causaría la intimidación de los soldados. Lejos
de contribuir a resguardar la buena imagen del Ejército, la postura del
general secretario despierta suspicacias acerca de la intención de
encubrir a los responsables de esos trágicos acontecimientos, sobre todo
a los altos mandos.
En el caso Tlatlaya hay dos asuntos aún no
resueltos, el de la masacre y el del encubrimiento. Cuatro de los siete
militares detenidos por su presunta participación en los hechos ya
fueron liberados por falta de pruebas. ¿Ello implica que no cumplieron
con la orden de “abatir delincuentes en horas de la oscuridad”? ¿Se
proponen borrar los impactos de bala y las manchas de sangre sobre el
muro posterior de la bodega, evidencia de un presunto fusilamiento? La
imposición de otra “verdad histórica”, ahora sobre Tlatlaya, que exima
de toda responsabilidad al Ejército sólo agravaría la crisis de
credibilidad del gobierno del presidente Peña Nieto, quien es el
comandante supremo de las Fuerzas Armadas.
El obcecado intento de
negar la participación de la milicia en la trágica noche de Iguala es
igualmente infructuoso y contraproducente. Se sabe que a través del
sistema C-4 el Ejército tuvo información en tiempo real de lo sucedido y
que efectivos de inteligencia militar estuvieron presentes en el lugar
de los hechos. En cuanto al acceso a la brigada del 27 Batallón de
Infantería que le fue negado al Grupo Interdisciplinario de Expertos
Independientes de la CIDH, es considerado de vital importancia por el
alto comisionado de la ONU para realizar una investigación a fondo y sin
cortapisas de los acontecimientos de Ayotzinapa. Sujeto al escrutinio
internacional, el gobierno mexicano está obligado a no obstaculizar la
pesquisa. La pregunta es si lo hará con o sin la venia del general
Cienfuegos.
En el poblado territorio de la corrupción destacan dos
casos emblemáticos de encubrimiento. La generosa venta de mansiones del
Grupo Higa al presidente, su esposa y su secretario de Hacienda ha
pasado a formar parte del folclor político nacional junto con la farsa
de su encubrimiento a cargo del flamante secretario de la Función
Pública; además, claro, de haber marcado de forma indeleble el signo y
el sino de la presente administración.
El segundo caso de
encubrimiento de presunta corrupción a gran escala se refiere al
multimillonario negocio de OHL con el Circuito Exterior Mexiquense: Una
autopista de 155 kilómetros cuyo costo inicial iba a ser de 5 mil 600
millones de pesos, en 12 años se multiplicó en 400% –24 mil millones de
pesos al corte de diciembre de 2013– y hoy podría superar los 46 mil
millones de pesos (Animal Político, 6 de julio de 2015). Además, OHL
obtuvo una extensión del plazo de su concesión de 2030 a 2051, lo que le
permitirá cobrar incrementos adicionales a las tarifas de peaje de
forma irregular, como ya lo hizo, de acuerdo con una denuncia de la
empresa de tecnología aplicada Infaber. La difusión de las grabaciones
entre directivos de OHL en que se planeaban las presuntas corruptelas
para lograr sus metas financieras llegaron a involucrar al secretario de
Comunicaciones y Transportes, Gerardo Ruiz Esparza, e incluso al
presidente Peña Nieto. Acto seguido, OHL denunció a Infaber y agentes de
la PGR detuvieron ilegalmente al abogado de la empresa después de
sembrarle un arma en su coche, como puede apreciarse en una
videograbación. El gobierno de Eruviel Ávila reservó toda la información
sobre OHL durante nueve años. En el Senado, el PRI congeló la propuesta
del PAN para investigar el caso. Este es sólo un ejemplo más de
encubrimiento arropado por las amplias redes de complicidad
gubernamentales.
La indignación social crece ante el desdén de un
gobierno inmerso en una exasperante mezcla de ceguera, arrogancia e
irresponsabilidad, incapaz de darse cuenta de que el declive de su
legitimidad va emparejado al de las instituciones del Estado. Un
gobierno sustentado en el encubrimiento y el contubernio es contrario al
interés ciudadano y, como acabamos de verlo en Guatemala, tampoco
conviene a los detentadores de un poder corrompido hasta la médula.
Fuente: Proceso
Fuente: Proceso