
Marcos Chávez - Contralinea
Los enamorados de los dogmas [del]
libre mercado. El mito de la independencia del banco central es una
falsificación ideológica [y] un instrumento de dominación eficaz. Los
poderes soberanos se han degradado al rango de clientes del sistema
financiero internacional y los objetivos de desarrollo se someten a los
dictados del capital financiero
Alejandro Nadal, economista mexicano
Los halcones que van a la caza de la inflación argumentan que el dragón de la inflación debe ser decapitado antes de que comience a despertar: si no se actúa ahora, se pagará por ello en un año o dos
El argumento a favor de subir las tasas
de interés no se centra en el bienestar de los trabajadores, sino en el
de los financistas
Se pide que los trabajadores
sacrifiquen sus formas de vida y su bienestar para proteger a
financistas ricachones de las consecuencias causadas por sus propias
imprudencias
Joseph Stglitz, Premio Nobel de Economía 2001
Después de todo, si nunca se planteó la
posibilidad de modificar la salinista Ley Orgánica del Banco de México
(Banxico) de 1994, que le otorgó una autonomía omnipotente, de acuerdo
con la tendencia absolutista de la internacional neoliberal, según los
cánones establecidos por el Consenso de Washington e impuestos por sus cancerberos
del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, por encima de los
poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial, de la sociedad, de todos,
con excepción de los piratas financieros locales y foráneos; si
no se decidió alterar los términos en que se le delegó la
responsabilidad de la gestión de la política monetaria al banco central
ni la manera en que ésta es ejercida por un club de notables –un gobernador cuyo pontificado se debe a la bendición
del Ejecutivo en turno, con quien guarda afinidad de intereses y
principios ideológico-políticos, y cuatro subgobernadores, todos homogéneamente forjados en los talleres del rancio conservadurismo monetarista–:
en “secreto”, con una presteza digna de “infalibles clarividentes”
–según la delicada ironía entrecomillada del economista Joseph Stiglitz,
crítico de esas entidades independientes–, sin rendir cuentas a nadie,
sin preocuparse por los costos nocivos de sus decisiones, entonces daba
lo mismo que se reeligiera a Agustín Carstens como gobernador del
Banxico o se eligiera a cualquier otro individuo en su lugar, porque
siempre éste tendrá que apegarse a las normas de la institución, las
cuales imposibilitan la definición de una estrategia monetaria que
trascienda el estrecho marco de la lucha exclusiva contra la inflación.
El origen y la forma en que operan los
bancos centrales “autónomos” o “independientes” han sido criticados por
analistas ajenos a la ortodoxia, entre ellos Joseph Stiglitz, Premio
Nobel de Economía, quien desde hace varios años ha reflexionado sobre
esos organismos y su relación con la democracia.
Afirma que a menudo la elección de los
directivos de los bancos centrales poco o nada tiene que ver con los
valores democráticos, más allá de las apariencias (su nominación por los
gobiernos y su legitimación por los congresos dominados por los
partidos dominantes, quedando la sensación de una imposición), además de
que ellos no representan los intereses heterogéneos de la sociedad. Son
elegidos a modo para granjearse la “confianza” de los “mercados” (Joseph Stiglitz, “Central banking in a democratic society”, The Economist 146, 2, 1998).
Un principio fundamental de la
democracia, agrega, Stiglitz, es el rechazo a la concentración de poder
en uno o unos cuantos individuos, con sus problemas de transparencia
–por trabajar en “secreto”, en la “clandestinidad”–, de “falibilidad” y
“clarividencia” ante los complejos problemas monetarios y económicos,
por muy sabios que sean. Esa situación es la que caracteriza a los
bancos centrales “autónomos” y le recuerda a las dictaduras.
A esas anomalías podrían agregarse la
ausencia de contrapesos institucionales y constitucionales, de rendición
de cuentas y sanciones. En la práctica, los banqueros centrales se han
vuelto intocables.
El economista neokeynesiano Bernard
Shull dice que “un banco central […] libre de la influencia del gobierno
[…] perpetúa el control del capital financiero sobre la moneda y el
crédito” (“Federal Reserve independence: what kind and how much?”, Journal of Post Keynesian Economics).
La “neutralidad” de esos organismos es
cuestionada por Arturo Huerta, coordinador del posgrado de la Facultad
de Economía de la Universidad Nacional Autónoma de México: “la autonomía
del banco central está encaminada a que el gobierno y el público en
general no tengan intromisión en la política monetaria. El único
objetivo de dicha institución monetaria que se establece en la
Constitución [Política de los Estados Unidos Mexicanos] es la de
preservar el poder de compra de la moneda. Se salvaguardan así los
intereses del capital financiero, quien es el que controla la moneda”.
Huerta agrega: “la autonomía del banco
central obedece a los intereses del capital financiero internacional de
asegurar la estabilidad monetaria, llevando al país a no tener manejo
soberano de política económica para el crecimiento”.

El curso de la política económica es sencillo. Con el señuelo
de la estabilidad de precios y del tipo de cambio y el diferencial
entre la tasa de interés interna y externa, busca atraer capitales
foráneos. Esto provocará la apreciación de la moneda, el abaratamiento
de las importaciones, uno de los componentes del índice general de
precios, lo que ayuda a reducir el nivel general de la inflación.
Complementariamente, dicha estabilidad asegura las ganancias de los
inversionistas financieros, las cuales pueden ser remitidas al exterior
con toda libertad.
Según Huerta, la baja inflación se logra
a “a costa de atentar sobre las condiciones de liquidez necesarias para
la realización de la producción y la solvencia requerida para el buen
funcionamiento de la esfera productiva y del sector bancario,
terminando éste por restringir la disponibilidad crediticia, además de
acentuar las presiones financieras sobre el sector público. Ello
evidencia el carácter no neutral de la política monetaria”. Pero a la
baja de la inflación no le sigue la tasa de interés debido a la
incertidumbre derivada de la política de estabilización predominante,
“generándose un contexto de estancamiento y de alta vulnerabilidad, con
alto costo económico, político y social, que terminará haciendo
insustentable la autonomía del banco central y la política económica que
la acompaña”.
La política monetaria desinflacionaria, por tanto, queda subordinada a la rentabilidad del capital especulativo.
Agrega Arturo Huerta: “en vez que el
banco central sea independiente del gobierno y que responda a objetivos
no democráticos que favorecen al capital financiero, debe ser una
institución que responda a los objetivos democráticos de los
representantes que son electos y que tienen que atender las demandas
nacionales de crecimiento económico y pleno empleo, que garanticen
condiciones de estabilidad económica y política”.
Por su parte, el economista argentino
Alfredo Zaiat señala: “si quiere una idea conservadora, antipolítica y
de preservación de intereses de minorías privilegiadas, no hay que
buscar mucho. Se encuentra en la expuesta con la ‘independencia’ del
banco central”, que permite ocultar la influencia que ejerce el poder
financiero sobre las autoridades monetarias.
Es una concepción conservadora y
corporativa del diseño de la política económica que la ortodoxia ha
conseguido imponer en el sentido común de la sociedad. Tan contundente
ha sido que hasta dirigentes del centroizquierda la defienden.
Recuérdese, por ejemplo, la postura de
Andrés Manuel López Obrador al respecto, así como con relación a la
austeridad fiscal, por lo que su crítica al neoliberalismo no escapa de
sus límites.
Para los ortodoxos, añade Zaiat, la
misión única de la banca central es preservar el valor de la moneda y la
inflación es su principal enemigo, tal y como dicta la Ley Orgánica del
Banco de México (Banxico). “Toda la política económica debe estar
subordinada a esa meta. Así el presidente del banco central se convierte
en la figura rectora de la gestión económica. En la práctica y llevado
al extremo, es la constitución de un poder autónomo dentro del espacio
de gestión del poder político”. Un rasgo característico de esa corriente
es “que tiende a considerar a los gobiernos electos como agentes
insensatos, ineptos y oportunistas; en tanto considera a las autoridades
monetarias como agentes sensatos, idóneos y consustanciados con los
intereses de los ciudadanos”.
En Argentina, el costo de la
“independencia” del banco central fue el colapso de la convertibilidad
en 2001: “el corralito”, una de las peores recesiones de ese país, la
rebelión social y la caída de varios gobiernos.
En México se pagó con el desplome de 1994, de 2001, 2009 y el fracaso del peñismo.

Pero no sólo las mayorías tienen que
soportar a los banqueros centrales “independientes” que nunca eligen y
cuyas preocupaciones, por cierto, son diametralmente distintas.
De acuerdo con la encuesta de 2015 de
Latinobarómetro, realizada en 18 países de América Latina, incluyendo
México, entre los problemas más importantes para la población, sólo el 4
por ciento se muestra preocupado por la inflación, el 16 por ciento por
el desempleo y el 23 por ciento por la delincuencia. Los dos últimos
están íntimamente asociados a la escasa capacidad estructural del
aparato productivo para generar los empleos formales requeridos, el
mediocre crecimiento económico y el retroceso de los salarios reales.
Si se consideran únicamente los factores
económicos, el 12 por ciento de las tribulaciones corresponde a la
inflación y el 47 por ciento al desempleo. En el caso de México, la
relación de ellos es de 3 por ciento y 53 por ciento.
Sin embargo, la prioridad para los
bancos centrales es justamente una de las menos relevantes para las
mayorías: la inflación. La solución de los otros puntos está supeditada
al éxito en el control de esta última.
Las pretensiones avanzan por senderos encontrados.
De acuerdo con la lógica secuencial de
las políticas monetaristas de estabilización, ortodoxas y heterodoxas,
con sus variantes criollas, primero debe afianzarse la desinflación y la
consolidación de la estabilización de precios. Después sigue el
crecimiento y, al final, la distribución social de los beneficios.
También los mismos gobiernos que los encumbraron tienen que padecer a los banqueros centrales.
Se pasa así a una situación paradójica: el banquero central necesita de la bendición
del máximo soberano para encumbrarse en ese puesto. Después, con su
poder omnímodo, se pone por encima de él, y los Agustín Carstens se
convierten en mandarines intocables en su ínsula monetaria, alejados de la realidad.
Broma o no, se decía que Miguel Mancera,
exdirector del Banxico, afirmaba que viajaba en un automóvil con
vidrios polarizados para no contaminarse con la realidad.
La “autonomía” tiene su coartada. Con
ella se elimina la tentación estatal para que dichos bancos financien su
gasto con la emisión primaria del circulante a los gobiernos como
sucedió antes de su independencia, y que, supuestamente, explica los
ciclos inflacionarios y de inestabilidad cambiaria de las décadas de
1970 y 1980. Es la lucha contra el “populismo”.
Desde luego esa explicación es
simplista. El desorden financiero de esas décadas es consecuencia del
derrumbe del orden monetario internacional de posguerra (crecimiento con
estabilidad de precios, cambiaria y de tasas de interés); el alza y
desplome de las tarifas del petróleo y otras materias primas; el aumento
de los réditos decretado por la Reserva Federal estadunidense (“a sus
niveles más altos desde la era cristiana”, dijo irónicamente el alemán
Helmut Smith); el inicio de la contrarrevolución neoliberal de
reaganiana-thatcheriana que dará origen a los bancos centrales
independientes, al grito de “la prioridad suprema debe ser la lucha por
bajar la inflación”, “a lo que deben contribuir las tasas de interés
altas”.
Es el triunfo de la ortodoxia
friedmaniana de la contracción monetaria y fiscal. Del nuevo (des)orden
mundial de reiteradas crisis financieras especulativas, de estancamiento
productivo, alto desempleo y miseria generalizada.
Fue la apuesta deliberada “del
neoliberalismo [por la] la recesión y la austeridad”. El objetivo ya no
es el crecimiento, sino la redistribución de la riqueza ya existente”,
diría el economista griego Kostas Vergopoulus en 1981, de los sectores
medios y bajos ingresos hacia los de altos ingresos.
Con la “autonomía”, además, se garantiza
la credibilidad de los inversionistas en la “seriedad” de las políticas
públicas. Se asegura la efectiva baja de la inflación y la estabilidad
de los precios, de la inflación. Eso dicen los monetaristas del banco
central colombiano (www.banrep.gov.co/es/borrador-9).
¿En qué consiste esa “credibilidad? En
que los gobiernos no cambiarán las reglas del juego: baja inflación,
estabilidad o atraso cambiario, altas tasas de interés, en beneficio de
los rentistas financieros y salida irrestricta de las ganancias. En la
garantía a los especuladores para que tengan un dulce sueño. Ya se sabe que son de nervios frágiles y cuando se asustan huyen en estampida, derrumban mercados financieros, devalúan monedas y hunden a las economías en la recesión.
El new-look autonómico llegó
acompañado con la reducción de sus deberes a una sola meta: la
estabilidad-moneda, por medio de la reducción de la inflación. Su
contribución para tratar de alcanzar los demás objetivos de la política
económica, el crecimiento, el empleo, el bienestar social, quedan
sacrificados al Minotauro desinflacionario, en tanto no se alcance la meta de precios planeada.
Con esa política monetaria restrictiva
(altas tasas de interés) se fractura su coordinación con la fiscal y el
conjunto de la política económica, y se ata de manos a los
gobiernos que aspiran a alcanzar los objetivos señalados, bajo el
supuesto que exista algún gobierno neoliberal que sinceramente aspire la
simultaneidad de esos objetivos, más allá de la retórica.
Esas contradicciones insalvables son
ejemplificadas por la Reserva Federal, el Banco Central Europeo o el
Banxico, por mencionar algunos, con sus respectivos gobiernos.
Grecia es un prototipo extremo de las consecuencias pagadas por los fundamentalistas de los templos del monetarismo y los radicales de la austeridad.
Sin embargo, por sí misma, la ortodoxia monetaria es incapaz de lograr la estabilidad de precios y de la moneda.
Se borró de un plumazo la
posibilidad que dicha institución pueda financiar el déficit fiscal,
dice Huerta. Se le arrebató al gobierno el poder soberano de la emisión
monetaria que asegure la liquidez y solvencia necesarias para el buen
desempeño de la economía, del sector bancario nacional y del
crecimiento.
Pero es insuficiente. Se le exige el sacrificio de la disciplina fiscal.
Como dice Arturo Huerta en su trabajo La autonomía del banco central y la pérdida de manejo soberano de política económica:
la política monetaria de las altas tasas de interés exige “la política
fiscal restrictiva para reducir la actividad económica, la inflación y
la demanda por dinero”.
Como conditio sine qua non, se
requiere el apoyo estatal para la contener la demanda interna: el
consumo y la inversión privados, por medio de los bajos salarios reales y
las altas tasas de interés, y la austeridad fiscal, el balance cero, a
través del aumento de los regresivos impuestos indirectos y recorte del
gasto público no financiero, pues se evita tocar el sacrosanto pago del servicio de la deuda para evitar la furia demoledora de deudores y los organismos financieros internacionales, y la expulsión del mercado de capitales.

Argentina, en 2001, luego del colapso
neoliberal menemista, desertó del consenso ortodoxo que supone que un
banco central independiente y la austeridad fiscal es la única
estrategia capaz de alcanzar la estabilidad de los precios. Así, elimina
la autonomía de dicho banco y lo obliga que combine el objetivo de la
política monetaria, el control de la inflación, con el crecimiento y el
empleo; desecha la restricción del gasto público; y declara
unilateralmente la suspensión de la deuda pública externa y obliga a sus
acreedores a renegociar los pasivos con un generoso descuento. Hasta la
fecha ese país sigue marginado de los mercados financieros y es
asediado por los llamados fondos buitres, pero sus resultados
económicos son mejores que los registrados por países como México. En
2015, el griego Alexis Tsipras en cambio, decidió asumir el papel de paria
y aplicó un severo programa de ajuste fiscal, aún cuando la economía se
encuentra en una fase deflacionaria (recesión con decremento de
precios).
En la agenda de los “autonomistas” nunca
se dice cuánto tiempo debe permanecer la política monetaria restrictiva
para consolidar la estabilidad de precios y cambiaria, ni si es posible
otra donde se pueda optimizar el crecimiento y el empleo mientras se
minimiza la inflación.
De todos modos, lo anterior es irrelevante. El mandato es único y no define un periodo determinado.
México lleva 32 años con esa clase de
experimentos y aún no ha consolidado nada. En 2018 se cumplirán 35 años,
según la propuesta peñista-videgariana de política económica para 2016,
que descansa en la misma estrategia.
No lo ha logrado ni lo logrará.
Primero, porque estamos en la era de los ciclos de volatilidad e inestabilidad internacional.
Después, porque el banco central ofrece una falsa promesa de estabilidad y, teóricamente, su trabajo descansa en un artículo de fe, el monetarismo, carente de evidencia científica, según Stiglitz.
Es una política monetaria estabilizadora
en términos de la inflación, pero macroeconómicamente desestabilizadora
y corresponsable de reiteradas crisis. Al apoyarse la desinflación en
los altos réditos y el atraso cambiario, inhibe el crecimiento y el
empleo, provoca la sobrevaluación de la moneda, el desequilibrio externo
y la dependencia del financiamiento externo.
Finalmente, la búsqueda de la
estabilidad de precios, basada en las escuelas del monetarismo
tradicional friedmaniano, los nuevos clásicos o de las expectativas
racionales, o del modelo del ciclo real de los negocios, en oposición al
keynesianismo, parte de la suposición de que la inflación sólo es un
fenómeno monetario que nada tiene que ver con la estructura económica.
La oferta monetaria puede regularse con las tasas de interés y la
austeridad fiscal. La aplicación de una regla monetaria explícita, la
moda de las metas de inflación, se ubica en esa perspectiva.
La credibilidad y la reputación que
implica tal regla, de acuerdo con los resultados alcanzados, se trastoca
en su descrédito y su mala reputación.
En una conferencia dada en India, en
2013, Stiglitz señaló que la independencia del banco central está
sobrevalorada, ya que no necesariamente se correlaciona con un mejor
desempeño económico: en la crisis [global reciente], los países con
bancos centrales menos independientes, China, India y Brasil, hicieron
un mejor trabajo que los países que tienen bancos centrales más
independientes, como Europa y Estados Unidos. “No hay realmente
instituciones independientes. Todas tienen que rendir cuentas. La
cuestión es ante quién” (http://timesofindia.indiatimes.com/business/india-business/Stiglitz-against-central-bank-independence/articleshow/17878411.cms).
Marcos Chávez*
*Economista
Contralínea 459 / del 19 al 25 de Octubre 2015TEXTOS RELACIONADOS:
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Fuente: Contralinea