
Mauricio Romero - Contralinea
Guadalupe Tilapa, Juxtlahuaca, Oaxaca. “Aquí esperamos balacera. En cualquier momento. Aquí es peligroso”, alerta el profesor Gregorio Chávez, desplazado de San Juan Copala y actual maestro de la población vecina Guadalupe Tilapa, en la zona triqui de la región mixteca de Oaxaca.
Guadalupe Tilapa, Juxtlahuaca, Oaxaca. “Aquí esperamos balacera. En cualquier momento. Aquí es peligroso”, alerta el profesor Gregorio Chávez, desplazado de San Juan Copala y actual maestro de la población vecina Guadalupe Tilapa, en la zona triqui de la región mixteca de Oaxaca.
“Aquí esperamos balacera”, repite con la naturalidad de quien ya está acostumbrado.
Para llegar a su salón de clases, el profe Goyo debe
viajar durante 3 horas desde Huajuapan de León –municipio en el que se
encuentra exiliado– hasta Juxtlahuaca; de ahí hasta Agua Fría, inicio
del territorio paramilitarizado: otros 40 minutos; después… cruzar una
montaña, primero un tramo por terracería: tres cuartos de hora; luego a
pie por un barranco, un camino de piedras que cruza la comunidad de
Santa Cruz Tilapa, una vereda y, por último (al fin), una escaladita más: otra hora y media.

“Sí, sí. Siempre hay peligro de
emboscada. Ve: aquí mataron a otro”, reafirma el educador mientras,
didáctico, señala una pequeña cruz al pie de la senda.
La montaña es boscosa. Desde el volantazo
que hace dejar atrás la carretera hacia Copala para subir a tumbos una
parte de la Cumbre Yerbasanta, se está rodeado de árboles de tronco
ancho, de matas, de arbustos. De un lado está la frágil pared viva de
tierra que amenaza con desgajarse en cualquier momento; por el otro,
está el barranco del que un auto jamás sería arrancado si fuera a dar
hasta abajo.
Además, los montes de la región mixteca
son picudos y adelantan el atardecer; la oscuridad cae más rápido.
También impiden el paso de cualquier señal móvil. La incomunicación es
total.
A raíz de la paramilitarización de la
región, miles de indígenas triquis han abandonado las poblaciones
colindantes con San Juan Copala. Quienes se quedaron, asumen el peligro y
buscan de alguna forma reducirlo abriendo a tajos nuevos caminos
a través de la sierra, aunque tengan que trepar y bajar las pendientes
para traer lo más necesario.
Escalar o balas. No hay de otra: antes,
los pobladores de Guadalupe y Santa Cruz Tilapa bajaban hacia San Juan
Copala, el centro ceremonial de la cultura triqui y sede del que fuera
el municipio autónomo acabado, literalmente, a sangre y fuego, donde
podían encontrar una aspirina y quizá un médico o un padre en fin de
semana, intercambiar mercancías o comprar lo necesario. Pero ahora el
camino Río Santiago-Copala-Juxtlahuaca está cerrado –clausurado por
fusiles de asalto, mejor dicho–, lo mismo la “carretera” (otra vereda
entre la serranía) Lázaro Cárdenas.
Entonces los indígenas optaron por salir
hacia el Norte, subiendo el cerro húmedo por otra parte más empinada, lo
cual tampoco ha desaparecido el riesgo de ser emboscados en cualquier
momento con AK-47, R-15 o rifles de 20 milímetros con mira telescópica,
sean mujeres en huipil, ancianos, niños o profesores.
Cada lunes –tras casi 6 horas de travesía
por carreteras escamadas que serpentean la mixteca oaxaqueña; después a
pie por cuestas y barrancos resbalosos, empedrados y en algunos tramos
inclinados a unos 60 grados– el maestro Gregorio Chávez Jiménez se aleja
de todo, deja a su familia atrás para acercarse a la región de la cual
fue echado a fuego y plomo, para encargarse de los niños indígenas de la
agencia municipal de Guadalupe Tilapa, aunque su propia vida esté en
permanente riesgo.

Salones de clase, el abandono del Estado
Hay víboras de cascabel. También
mosquitos y arañas que podrían poner a un adulto en cama durante 1
semana, peor sería para un niño menor de 6 años. Bichos ponzoñosos
escondidos entre la maleza aplastada por piecitos desnudos o a lo mucho semicubiertos con huaraches.
En una de las regiones más pobres y
aisladas del país, las aulas siguen siendo las mismas de hace 4 décadas.
Desde ahí, puro esfuerzo de la propia comunidad para mantenerlas como
pueden.
“Según la leyenda, los primeros [salones
de clase] fueron religiosos”, cuenta el maestro Chávez que oficialmente
está en periodo vacacional, pero que no se aparta por mucho tiempo de la
comunidad que lo ha abrigado en agradecimiento por su trabajo.

“Todos. Desde siempre ha sido así”, dice, resignado, el profesor Gregorio.
Ni la Secretaría de Educación Pública
(SEP) –actualmente encabezada por Emilio Chuayffet, quien fuera
secretario de Gobernación cuando la masacre de indígenas en Acteal,
Chiapas–, ni el gobierno del estado ni mucho menos los empresarios
impulsores de la llamada reforma educativa han reparado en la condición
bilingüe de las escuelitas bilingües de la “nación triqui”. Los niños tienen que aprender en libros de texto escritos en un idioma que no es el materno.
Tal abandono por parte del Estado
mexicano está presente en cada palmo del terreno irregular en el cual
están asentados los tres saloncitos de educación primaria, los tres de
preescolar, los dos del kínder, la abandonada telesecundaria, la cancha de básquetbol, los baños (hoyos) en la tierra…
Un letrero deshilachado –pero con remates
dorados– de otra pequeña construcción de ladrillo anuncia que ahí hubo
una telesecundaria.
“Ahí están las antenas. ¡De puro lujo! Je, je”, ironiza el maestro al explicar que nada de eso sirve.
Afuera de las aulas el sol quema; adentro, el calor cocina. Las telarañas penden de las ventanas rotas aunque se limpien de vez en vez. Para ir al baño, los niños de kínder tienen que andar entre la hierba, por donde se sabe hay serpientes de cascabel.
Mismos servicios sanitarios tienen los niños de primaria y preescolar: una letrina dentro de una choza de madera vieja.
Los salones tienen grietas u hoyos en el piso; baches, único acercamiento a la vida de la ciudad. De tan viejas, a las sillitas
naranja para los alumnos se les ha borrado el letrero del Instituto
Estatal de Educación Pública de Oaxaca (IEEPO). Para las ventanas
faltantes, cajas de cartón de la SEP –con todo y escudo de la
República– hacen de sustituto.
Más abajo, dentro del terreno
correspondiente a la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos
Indígenas (Cdi), están los tres edificios para el albergue escolar de
los 57 pequeños “becados” de otras poblaciones aún más jodidas. Éstos
también son mantenidos por la propia comunidad de Guadalupe.
Por intervención del maestro Gregorio
Chávez, la pintura y las camas del albergue han sido cambiadas. La Cdi
dejó de responder: “No da nada; todo está abandonado”.
La cocina-comedor dispuesta para los niños es un horno de madera y lámina que intoxica y ahoga con su calor a quien esté dentro.
En San Juan Copala, el docente fungía
como el responsable de la escuela albergue asediada por las balas.
Aunado a sus labores en la primaria, el profesor vela ahora por el de
Guadalupe. 1 mil pesos recibe de la dependencia indigenista por el
trabajo que hace.
“Llevamos 2 años pidiendo una cancha de
básquetbol y la Cdi no dice nada”, se queja el maestro. A lo lejos, un
grupo de niños y adultos de Guadalupe restauran una construcción con
tres salones más que se espera sea una telesecundaria.
Alrededor de 220 niños y jóvenes estudian en tales condiciones. Y si un chamaco se enferma de urgencia, por algún piquete, por el calor o la desnutrición aguda, al profe Goyo o a alguno de los otros cinco maestros les tocará cargarlo por el cerro. Y lo han hecho.

Guadalupe Tilapa, incomunicación mortal
En el mero fondo, entre tres cumbres,
está Guadalupe Tilapa. Le falta todo, contra todo está: los caminos
inventados por ellos mismos, la ausencia de agua potable, las pírricas
cosechas a merced de la suerte; las viviendas rojas, como la tierra de
los cerros, de piso terregoso; una casa-clínica con un doctor entre
semana y medicinas solamente para lo más básico; la luz eléctrica sólo
alcanza para focos y un altavoz: “Ni una tortillería podría servir”; un
día Telcel agarró sus cosas y se fue con todo y su señal concesionada:
“Ahora sólo hay Unefon de casa. Y eso a veces”; la amenaza eterna de que
alguien sea desgarrado por una ráfaga de balas…
Hay una pequeña iglesia en medio de las chozas. Pero no cura.
Los relámpagos rompen la negrura de la
noche e iluminan pedazos del monte. Las voces de Vicente Fernández y
Camilo Sesto llenan el vacío desde lo alto de una torre metálica
empotrada en el palacio municipal (una construcción de dos cuartos
roídos por la humedad y los años, pero de cemento y con tres arcos en la
entrada).
Son las 10 de la noche en el horario
neoliberal; las 9 en el de la resistencia. Los moscos vuelan en aire
denso de cualquier forma. En el salón principal de la comunidad,
Francisco Fidel Ramírez Ortiz, delegado de esta comunidad de Guadalupe
Tilapa, recibe a Contralínea.

La mesa de la Autoridad no es más que un
escritorio grisáceo de metal como los de cualquier burócrata de la
década de 1980, con una máquina de escribir eléctrica. Encima hay un
libro de texto de matemáticas de la SEP editado en 1993.
Delante del escritorio se sienta el
delegado, y en medio del pequeño cuarto (“en el que se discuten los
asuntos de la comunidad”) se forma un círculo con el suplente
delegacional y cuatros personas más. Aquí nadie es protagonista.
Oraciones cruzadas en triqui y en español
desembocan en los problemas de Guadalupe Tilapa: que no llegan
completos los recursos, que lo asignado en los ramos 28 y 33 se queda
del otro lado de la montaña; que la Cruzada Nacional Contra el Hambre
prometió y no cumplió, que juró que habría proyectos y no volvió, que
ahora le dicen de otra forma y ya anda rondando las comunidades
oaxaqueñas; que ningún político se para por acá, “si ni el de
Juxtlahuaca vino. ¿A poco cree que Gabino [Cué] o [Enrique] Peña sí?”.
En la comunidad hay hambre (“la dieta es
tortilla, chiles y frijoles”). Nadie se puede enfermar de algo
complicado; si alguien se parte la cabeza subiendo o bajando el cerro,
la atención no será inmediata (“sí… muerte. Una señora se cayó y…”).
Los presentes se quejan del abandono, de
la sensación que les transmite el Estado mexicano, como si fueran
invisibles, peor aún: como si no existieran los 1 mil 200 habitantes que
calculan que son; el censo de 2010 contó 982 personas.
Después de un rato de ráfagas de palabras
entremezcladas en dos lenguas por fin habla la Autoridad, que antes
sólo escuchaba con la mirada en el piso y las pernas estiradas. Todos
callan:
“La falta de comunicaciones es lo más
grave”, dice apenas levantando la cabeza, y reafirma sin ver a nadie:
“Eso es. Si no hay comunicaciones, uh, qué va a haber agua potable”.
Los caminos en las comunidades triquis
asoladas por la violencia circundante a San Juan Copala es lo más
urgente. La muerte desatada en la región no sólo sacó a las familias,
ahora obliga a los pueblos vecinos trazar nuevas rutas que en los cerros
no son más que diminutas brechas abiertas por el paso de mulas,
caballos y pies humanos.
Los enfermos deben ser cargados en
cobijas hasta la Cumbre Yerbasanta, en una escalada que podría durar más
de 4 horas, tiempo vital en una emergencia. El doctor se va los
viernes, “y pus los niños no avisan cuándo vienen”.
La falta de entrada repercute en todo lo
demás: la alimentación, se tiene lo que se cultiva y sólo se pueden
introducir al poblado unas cuantas cosas más (cerveza, refrescos y
comida chatarra) cada semana o 15 días. La luz. No hay para cuándo una
potencia que permita algo más que poner música y prender algunas luces.
La defensa, es decir, autodefensa,
también es comunitaria. Ante los ataques se tienen a ellos mismos, y
nada más. Como en el resto de los casos, ninguna autoridad encargada se da una vuelta por el lugar. Sólo los helicópteros militares peinan la zona como buscando algo, o a alguien, por lo bajo que vuelan.
Lo poco recibido se multiplica en las necesidades que, como dios,
está en todos lados. Tal vez por eso la Autoridad ha decidido construir
una pequeña barda alrededor de la iglesia: para ver si se acuerda de
ellos.
Aparte de las carencias ancestrales y los
problemas diarios, Guadalupe Tilapa acusa al líder de la Unidad para el
Bienestar de la Región Triqui (Ubisort) de fraude.
Hace meses, un joven (“licenciado dice
que es”) llamado Fabián Pereda Pereda se presentó como “gestor social” y
prometió traerle agua a la comunidad. Dijo que la magna obra se
completaría en dos etapas.
La primera se cumplió. A veces le pagaron
5 mil pesos, otras 8 mil. “Tenemos más de 1 año y medio sin saber
nada”, se queja ahora el delegado, que heredó este nuevo problema.
El “licenciado” no volvió. Pero saben que
vive bien, aseguran que hizo lo mismo en otras comunidades de la zona
triqui: en la Sabana, en Diamante, en Unión de los Ángeles, todos
vecinos de Copala.
“En Oaxaca dicen que Fabián es líder de
la Ubisort. Pero para nosotros no es nada. Ya no hay líderes. Ahora la
Autoridad maneja directamente las cosas”, añade el propio Ramírez Ortíz.
Y retoma:
“Todo es por la falta de camino. El
gobierno dice que hay carretera hacia Guadalupe pero no es cierto. No
todos caminamos igual.”
Y es que los habitantes de la montaña le
llaman “caminar” a lo que en realidad es escalar. “No todos caminamos
igual”, dice la Autoridad refiriéndose a los ancianos y a los niños en
peligro de caer, cuesta abajo, sobre las rocas, los troncos, las raíces
de los árboles que, como pueden detener una caída, también pueden
provocar la muerte.
Para los pobladores, el aislamiento, la incomunicación en la cual está Tilapa, es mortal.

“Soy maestro, y ya”
Gregorio Chávez Jiménez es y seguirá
siendo maestro. Total, ya tiene una herida de bala en el pecho y ni el
exilio ni la pérdida de todas sus cosas lo detuvieron. Gana 8 mil pesos
al mes y pertenece a la sección del sindicato magisterial de la que los
medios dicen que sus afiliados son haraganes y privilegiados, buenos
para nada casi millonarios.
De 48 años de edad, encanecido y con la
piel endurecida por el sol que le da un aspecto mayor, pero con una
agilidad y una condición física que a la vez le resta por lo menos 15
años, el maestro asimila satisfecho el hambre, el cansancio y la pobreza
que pareciera arraigada a la región.
“Salimos desplazados”, recuerda sin asomo
de ira. Durante 17 años ha dado clases en las comunidades triquis.
Inició en El Rastrojo, después estuvo durante más de 1 lustro en
Yosoyuxi, ya ejerció en Santa Cruz Tilapa y en San Juan Copala, en donde
aguantó hasta que pudo aferrado a la escuela albergue que también fue
alcanzada por las balas de grueso calibre.
Sin embargo el profesor es incapaz de
separarse de la “nación triqui”. Él mismo pidió estar ahora en Guadalupe
Tilapa: “Aquí entramos con la delegación D-I-114, sector Putla, Villa
de Guerrero, sector 3, región Costa”, dice de corrido y con orgullo.
Su trabajo no se queda en las aulas, ni
siquiera cuando sale del fondo de los cerros. Con él se lleva encargos
de la Autoridad. “Me gusta gestionar lo que necesita la comunidad”,
asegura.
Por intervención suya ante distintas
dependencias, sobre todo la Comisión Nacional para el Desarrollo de los
Pueblos Indígenas, el pueblo ha recibido algunas sillas, mesas, postes,
puertas, un refrigerador. “Yo nomás coordino con la Autoridad y luego
voy a las dependencias”.
Dice no distinguir entre las
organizaciones armadas. “No pertenezco ni al MULT [Movimiento de
Unificación y Lucha Triqui], ni al MULTI [Movimiento de Unificación y
Lucha Triqui Independiente] ni a la Ubisort”, grupos que han chocado
durante años. De hecho, lo conocen en cada bando. Lo respetan, asegura.
“Tampoco me interesa la religión, ni qué
corriente política sean. Lo importante es la necesidad de la gente. Me
gustaría poder ayudar a otros pueblos.”
Su sueldo no sólo se reparte en su casa;
también se queda en sus trabajos con la comunidad. “En vez de que te
compres zapatos”, le reprocha la esposa. “Si quieres luchar por un
pueblo no puedes ser codo”, responde, acostumbrado ya a no cambiarse de
ropa durante días, aunque “camine” durante kilómetros (en vertical y
entre los cerros, en la carretera también) por no tener dinero.
Las manos del profesor son duras. No se
sabe qué está más calloso, si los huaraches o los pies. De baja estatura
y el cuerpo delgado pero correoso. Las patas de gallo que
resaltan a los lados de sus ojos son reflejo de dos cosas: el abrasante
sol de la región y de las carcajadas que sin trabajo suelta. “Soy
maestro, y ya”.
Vive preocupado por la condición en la que persisten los alumnos triquis. Le valen madres los discursos y promesas que hagan los demás. Sólo piensa en lo que se puede hacer.
“No sé de dónde voy a sacar el dinero, pero el próximo año va a haber sanitario.”
Asegura que las autoridades de la SEP nunca (“jamás, jamás, jamás”, repite) se han parado en Guadalupe Tilapa.
—Pero hasta acá llegará la reforma educativa…” –se le comenta al profe al final del viaje. Una risotada despotricada es su respuesta.
Mauricio Romero, @mauricio_contra
[A OCHO COLUMNAS]
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