Para mantener los privilegios de los grandes contribuyentes se reforzará el terrorismo fiscal
contra los pequeños. Sin afectar la renta de los más ricos ni generar
deuda, al gobierno sólo le resta el recorte al gasto social. Desde 1983,
todas las reformas fiscales han fracasado; los propios datos oficiales
lo reconocen. Sin embargo, el gobierno federal le apuesta de nueva
cuenta a una serie de medidas que empeorarán la situación
Marcos Chávez - Contralinea
Los recortes no son un instrumento
adecuado para resolver las crisis. Siempre dije que para salir de la
crisis hay que invertir, no sólo aplicar la tijera, pero también acordar medidas necesarias como la lucha contra el fraude y la corrupción.
Werner Faymann, socialdemócrata y canciller austriaco desde 2008
Cuando la Legislatura trata de regular
las diferencias entre los patrones y sus trabajadores, sus consejeros
siempre son los patrones […]. Aquellos que viven de sus rentas y de sus
utilidades son los que hacen las leyes; los que viven de su salario no
las hacen.
Adam Smith (cita de Carlos Tello, Sobre la baja y estable carga fiscal en México)
Cuando Enrique Peña Nieto y Luis
Videgaray, responsable de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público
(SHCP), afirman que la única solución para enfrentar la pérdida de
ingresos del Estado, provocada por el desplome de los precios del crudo
de exportación, reducir el déficit fiscal, equilibrar las finanzas
públicas y mantener la confianza de los inversionistas en México es la
reducción del gasto público y no el aumento de los impuestos ni del
endeudamiento público, simplemente han apostado por la solución
equivocada, sustentada en una ideología política fracasada y en un
diagnóstico errado de la realidad, y cuyos resultados serán
contraproducentes.
La austeridad sólo agravará la dificultad
que pretenden resolver. El problema del desequilibrio en las cuentas
públicas no se explica del gasto estatal, en su aparente exceso, como
suponen los peñistas. El obstáculo fundamental se ubica del lado del
ingreso: en la insuficiente recaudación estructural, producto de la
política fiscal regresiva que redujo los impuestos a las empresas y los
sectores de altos ingresos; en el ineficiente trabajo recaudatorio de la
SHCP; en el estancamiento económico que limita el potencial tributario;
en el fracaso de la reforma fiscal peñista de 2013 y de las
instrumentadas desde 1983, los cuales han sido inútiles para fortalecer
las finanzas del Estado en el corto y largo plazo.
La frugalidad mata
“¿Por qué razón tenemos que trabajar con
austeridad fiscal? ¿Por qué tenemos que ajustarnos a los ingresos
tributarios o los bajos ingresos petroleros?”, se pregunta Arturo Huerta
González, coordinador de la División de Estudios de Posgrado de la
Facultad de Economía, de la Universidad Nacional Autónoma de México.
En un escenario adverso, “no hay ninguna
justificación para la austeridad fiscal”, dice Huerta. “Están cayendo
las exportaciones, el sector privado no está invirtiendo porque el
mercado interno está restringido, está endeudado, está pagando deuda; no
hay perspectiva de crecimiento hacia afuera, porque hay un contexto de
recesión mundial”.
Fernando Aportela, subsecretario de
Hacienda, ha declarado que México debe “reforzar los motores internos de
la economía ante la ausencia del impulso externo que se ha debilitado” (sic).
¿Acaso el recorte fiscal no es como
arrojarle arena a los motores internos del consumo y la inversión, los
cuales, de por sí, están aletargados por la endeble demanda local, por
los deteriorados salarios reales, los escasos empleos formales, los
altos réditos?
¿Acaso lo anterior no es el costo de las
políticas de estabilización que castigan al consumo interno para reducir
la inflación y reorientar la producción excedente hacia el mercado
externo? ¿Acaso los bajos salarios reales no son una necesidad para
reducir los costos de las empresas y mejorar su productividad y
competitividad?
¿Acaso con la caída de las exportaciones
petroleras y no petroleras no se paga el costo de la instauración del
modelo de economía abierta, orientado hacia el mercado mundial, que
convirtió a las ventas externas, primario-exportadoras y subordinadas a
la demanda estadunidense, en el “motor” del crecimiento?
Hoy en día no sólo se cosechan las
consecuencias del endeble consumo externo, debido al estancamiento
mundial, la pérdida de espacio en el mercado estadunidense ante China y
otros productores y el agotamiento del modelo exportador.
México es un país en caos respecto de la
conducción económica y política. La “contracción del gasto público no va
a estabilizar de nuevo las finanzas públicas. ¿Por qué? Porque contrae
la actividad económica, los ingresos de los individuos, y termina
disminuyendo la recaudación tributaria”. La austeridad lleva “a
desatender más la esfera productiva, a tener menos condiciones de
crecimiento, menos generación de empleo y mayor desigualdad del
ingreso”.
Huerta agrega: “si el gobierno quiere
recaudar más, tiene que gastar más”. Sólo así se “incrementará el
ingreso nacional [y la] recaudación”. Debe “retomar a la política fiscal
contracíclica”. “El gasto [público, debe emplearse] para
contrarrestar la caída de exportaciones, del consumo y la inversión del
sector privado.
“La política fiscal debe encaminarse a
crear condiciones de crecimiento, de empleo bien remunerado”. A
“incrementar los gastos en salud, en educación gratuita y de calidad”.
Para Huerta, esos son “nuestros principales, problemas”.
Por desgracia, agrega, con el recorte del gasto público, con la austeridad fiscal, el gobierno quiere mandar señales a los mercados financieros internacionales de que se va a defender a toda costa la estabilidad peso-dólar, las condiciones macroeconómicas de estabilidad, y se pregunta: “¿quién se favorece de la austeridad de la moneda? El que controla la moneda: el sector financiero”. La política económica a los intereses responde, no a los de la nación.
Por ello, dice Arturo Huerta: “las
políticas económicas no son neutras”. La crítica del académico a los
recortes en gasto público de 2015 y 2016, a los que puede agregarse el
de 2013, y el presupuesto de base cero, debido a sus efectos recesivos y
antisociales, es respaldada por las amargas experiencias de crisis de
1982-1984, 1986, 1995, 2001, 2006 y 2013, años en los que también se
impusieron medidas similares. Actualmente la Unión Europea y la eurozona
repiten la misma historia.
Sin embargo, Enrique Peña Nieto y Luis
Videgaray vuelven a imponer la austeridad a la nación como un fatalismo
ineludible para corregir el desequilibrio entre los ingresos y egresos
públicos y eliminar el déficit fiscal. Pero como señala Arturo Huerta, a
la caída de los ingresos fiscales petroleros le seguirá la pérdida de
los impuestos no petroleros, a medida que la producción se deslice por
la pendiente descendente del ciclo económico, lo que agravará el
estancamiento económico que caracteriza al gobierno actual.
Ésa es la racionalidad de la ortodoxia
monetarista estabilizadora que cualquier estudiante de economía conoce
perfectamente. Sin duda, también lo sabe Videgaray. Pero repite la misma
terapia y finge creer que esa panacea fiscal, que siempre ha fracasado, ahora sí funcionará.
En sus ocurrencias, Videgaray nunca ha
planteado cambiar los factores que explican el alto grado de
vulnerabilidad de la economía mexicana ante los choques externos
(petroleros, ciclos financieros especulativos) y su rápida transmisión
hacia el sector real de la economía y la pérdida del mercado interno
como puntal del crecimiento: la apertura externa indiscriminada
(eliminación de aranceles y otras barreras comerciales, acceso del
capital especulativo a los mercados cambiario, de dinero y de capitales,
el libre flujo de divisas); el abandono del uso de la paridad cambiaria
como instrumento de ajuste de las cuentas externas; la subordinación
cambiaria y de las tasas de interés a movimientos de capitales y el
control de la inflación; el imperativo del equilibrio de las finanzas
públicas y el desmantelamiento del Estado, afectándose a la política
económica como instrumento contracíclico y promotor del desarrollo y el bienestar social.
La privación de la soberanía de la
política fiscal, monetaria y de la política económica en general, la
austeridad, sólo han tenido un beneficiario: el gran capital nacional y
trasnacional económico y financiero.
El fracaso de la regresividad fiscal
Es innegable que la dinámica de la
economía condiciona la disponibilidad de los ingresos fiscales del
Estado. Éstos se reducen cuando el crecimiento se debilita y mejoran con
su expansión.
Pero también existen factores políticos,
estructurales, institucionales, normativos, que determinan los
requerimientos, la disponibilidad y la manera en que se obtienen los
ingresos fiscales. De ellos no dicen nada Peña ni Videgaray.
La razón es obvia. Porque están
relacionados con el sesgo ideológico-político, los intereses y los
compromisos de los gobernantes en turno; la capacidad de los diferentes
sectores sociales para influir en la orientación de la política fiscal.
Esos y otros elementos que determinan los objetivos de la política de
ingresos y egresos del Estado; el reparto de sus costos y beneficios;
los instrumentos empleados para alcanzarlos y su relación con las metas
de la política económica: el crecimiento, el empleo, la distribución del
ingreso y la riqueza, el bienestar social, los precios, el ciclo
económico.
A Enrique Peña y Luis Videgaray sólo les
interesa cuadrar las hojas de balance por medio del ajuste del gasto.
Sin modificar la política tributaria –el conjunto de directrices,
orientaciones, criterios y lineamientos para determinar la carga
impositiva que financia al Estado– ni el resto de la política fiscal,
base del modelo neoliberal, de la legitimidad del sistema ante los
“mercados” y del descrédito ante las mayorías.
Nada importa que las diversas “reformas
fiscales integrales” impuestas entre 1983 y 2015 hayan fracasado en su
intento por superar la histórica y estructural restricción de los
ingresos. Naufragan porque sus directrices atentan contra la
tributación: la baja de impuestos a las empresas y los sectores de altos
ingresos (ver gráfica 1); la preferencia de los impuestos indirectos
(el consumo) sobre los directos (la renta) y los no tributarios
(petroleros) sobre los tributarios; los generosos beneficios
discrecionales, de dudosa legalidad, concedidos por Hacienda y el
Ejecutivo; la ineficiencia de las autoridades en la recaudación.
Paradójicamente, la aplicación de la
mayoría de esas medidas representa el éxito del neoliberalismo fiscal.
Lo que se quería era reducir las cargas tributarias a las empresas y los
sectores de altos ingresos.
Esa raquítica arquitectura tributaria,
políticamente regresiva e inequitativa, sólo puede funcionar mientras
funciona un artificio: los impuestos petroleros. Pero la bonanza petrofiscal y de los petroprecios,
iniciada en 2002 se colapsó en junio de 2014 y el edificio mostró sus
fisuras estructurales, sin que se cumpliera la lógica fiscal: menos
impuestos, más ahorro, más inversión. Esta última pasó de 27.3 por
ciento del producto interno bruto (PIB) en 1980-1981 a 21 por ciento en
2014.
Carlos Tello Macías, quien fue secretario
de Programación y Presupuesto (1976-1977) y director del Banco de
México (1982), encargado de la nacionalización bancaria y el control
cambiario, ha dicho que “es la falta de recursos públicos y no la
insuficiencia de incentivos fiscales lo que ha limitado el desarrollo
económico. Durante el periodo 1982-2012” –el ciclo neoliberal–, “el
sistema fiscal ha sido incapaz de promover la circulación del excedente
generado hacia fines de desarrollo económico y social”.
Con relación al peñismo, Tello ha
agregado: “la reforma de 2013 está muy lejos de ser la que el país
necesita. No avanza en la eliminación de los factores estructurales que
explican la baja y estable carga fiscal que ha prevalecido a lo largo de
los años”. No “ofrece soluciones, por así decirlo, coyunturales que
aporten recursos significativos en el corto plazo. El problema cobra en
la actualidad una magnitud más aguda por la inminente reducción de los
recursos fiscales derivados del petróleo ante la caída de los precios
internacionales, la reforma del régimen fiscal de Petróleos Mexicanos
(Pemex) y la radical apertura del sector a la inversión”.
En 2010 los economistas Tello y Domingo
Hernández señalaron que “la severa crisis económica de los últimos 2
años ha puesto en evidencia –una vez más–, la fragilidad de las finanzas
públicas en México, caracterizada, entre otras cosas, por una muy baja
capacidad de recaudación tributaria”. Tello agregaba: “a pesar de
múltiples ajustes, adecuaciones e incluso reformas a las diversas leyes
fiscales y de importantes cambios en la administración de los tributos,
la recaudación con relación al producto interno bruto –la carga o
presión tributaria– ha permanecido relativamente estable en los últimos
70 años [1940-2013], variando entre 9 por ciento y 10 por ciento”.
Los bajos ingresos tributarios son los
peores de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos
(OCDE) y de los más bajos en América Latina. Los recursos petroleros
sólo los han compensado parcialmente. Por esa razón, el principal
instrumento de equilibrio de las finanzas públicas de los últimos años
ha sido “la contención del gasto público, particularmente el de
inversión”, lo que explica su relativamente reducido nivel, insuficiente
“para atender adecuadamente en cantidad y calidad las necesidades de la
población en materia social y generar las condiciones para un mejor
funcionamiento de la economía y mayores ritmos de crecimiento en el
país”.
Debido a lo anterior, se observa un
“déficit acumulativo de desarrollo económico, que ya ha puesto en
entredicho las posibilidades de crecimiento económico y desarrollo
social en el país en los años por venir”. Por desgracia, el vacío dejado
por la inversión pública no ha sido compensado por la privada. El
resultado general es el estancamiento económico.
Como se puede ver en la gráfica 2, los
impuestos presupuestarios del sector público y del gobierno federal,
como proporción del PIB, así como sus respectivos gastos programables,
que excluyen el pago del servicio de la deuda, se mantienen
prácticamente estancados entre 1980 y 2014, pese al aumento de la
población, las necesidades de la economía y de recursos para el propio
funcionamiento estatal. Los ingresos del sector público mediaban casi 23
por ciento del PIB en 1980-1982 y en 2014 fueron de 22 por ciento del
PIB. Los del gobierno federal fueron de casi 14 y 16 por ciento en cada
caso. El promedio de la Unión Europea en el último año citado es del
orden de 40 por ciento del PIB.
Igualmente, los ingresos tributarios del
gobierno federal han estado estancados en alrededor de 10 por ciento del
PIB. Dentro de estos gravámenes, el impuesto sobre la renta osciló en 5
por ciento del PIB, y el impuesto al valor agregado se elevaba de 2.4 a
3.7 por ciento del PIB. En cambio, los ingresos no tributarios o
indirectos, se elevaron de 4 a 6 por ciento del PIB. Su concepto más
significativo; los derechos a los hidrocarburos subieron de 3.3 a 4.4
por ciento del PIB (ver gráfica 3). La importancia adquirida por los
gravámenes señalados manifiesta, asimismo, el escaso número de impuestos
que ha empleado el Estado para gravar a las personas físicas y las
empresas: el impuesto sobre la renta (ISR).
La media de los ingresos tributarios en
América Latina es de 14 por ciento. El coeficiente de México es el más
bajo. Incluso, países modestos como Haití, El Salvador, Honduras o
Guatemala superan el coeficiente mexicano.
La gráfica 4 muestra con mayor claridad la petrodependencia
fiscal. En 1986 el petróleo aportó la mitad de los ingresos totales al
sector público y en 2014 el 38 por ciento. La proporción es,
ciertamente, menor, pero ello no evita sus efectos desestabilizadores.
En el caso del sector público, en cambio, es ligeramente mayor en los
años de referencia, al pasar de 25 por ciento del total a 26 por ciento.
La limitada recaudación estructural del
país se agrava por “la inadecuada administración de los tributos, que
resultan en los grandes niveles de evasión y elusión, los tratamientos
especiales (exenciones), así como la creciente economía informal”, según
Carlos Tello. En cada concepto es la más deficiente, en comparación de
países con un desarrollo similar al mexicano.
Tello resalta un aspecto importante que
revela el carácter autoritario de la política tributaria: “la potestad
arbitraria –del Ejecutivo– para relevar parcial o totalmente a sectores
de la población de su obligación de contribuir al erario [y que] ha sido
práctica añeja del presidencialismo mexicano”.
Esa arbitrariedad está plasmada en el
artículo 39 del Código Fiscal de la Federación, que le otorga la
facultad de conceder, unilateralmente (rasgo típico de los regímenes
autoritarios), “toda clase de estímulos tributarios: exenciones y
condonaciones, facilidades administrativas para el pago de un impuesto,
estímulos y subsidios”. “Con base en ello, el Ejecutivo ha puesto en
práctica una política tributaria por decreto”, en el que “hay un amplio
espacio para la discrecionalidad tributaria bajo un grueso manto de
opacidad”. Esas medidas suelen aplicarse después de que el Congreso de
la Unión aprueba el presupuesto.
La constitucionalidad de ese privilegio,
empero, está en entredicho. “El andamiaje institucional aquí pareciera
tener una falla fundamental: el Ejecutivo no tiene formalmente
facultades constitucionales para revertir de manera administrativa lo
establecido por el Legislativo en materia tributaria, salvo en
situaciones muy particulares, que han sido aclaradas por la Suprema
Corte de Justicia de la Nación, pero tampoco existe un mecanismo
efectivo que sirva de freno al Ejecutivo cuando trasgrede esa regla constitucional”.
Pero en un país como México, donde el
sistema presidencialista autoritario permanece intacto, los poderes
Legislativo y Judicial siguen subordinados al Ejecutivo, y el imperio de
las leyes no es más que una quimera, la constitucionalidad o no de las
facultades tributarias del Ejecutivo es otra anécdota más.
Si esa situación no le preocupa al
Ejecutivo, tampoco le inquieta que el ejercicio de las facultades
citadas complique más la pérdida de los ingresos que restringen el
gasto. Al cabo, esos poderes extraordinarios refuerzan su capacidad de
negociación, de presión y de control sobre la sociedad, en especial, de
los que son beneficiarios de su magnanimidad.
Las sombras que proyecta la política
tributaria tienen un efecto colateral: la desconfianza de la población
en la manera en que se obtiene, a menudo por medio del llamado
“terrorismo fiscal”, y se ejerce la recaudación, bajo la sospecha de la
corrupción. Ello, en parte, la estimula para tratar de evadir sus
compromisos con la hacienda pública.
Por otro lado, la política tributaria no
sólo perdió en el camino su perfil distributivo del ingreso y la
riqueza. De hecho, ha contribuido a acelerar su concentración con los
amplios beneficios proporcionados a las grandes empresas y los sectores
de altos ingresos. Las privatizaciones, los subsidios y otros apoyos han
ayudado en esa tarea.
En lugar de reducir el gasto, Enrique
Peña Nieto y Luis Videgaray tenían otras opciones para contrarrestar la
pérdida de ingresos tributarios. Por ejemplo, crear nuevos tramos en los
ingresos para mejorar la progresividad del impuesto a la renta, gravar
la propiedad, las herencias y legados, las donaciones, las ganancias del
capital o ampliar las cargas a las transacciones financieras. Pero esas
medidas no les entusiasman, pues deterioran sus bonos ante los grandes
capitales locales y foráneos, y los organismos multilaterales (el Fondo
Monetario Internacional, por ejemplo), que prefieren los recortes y no
más impuestos. Grecia sabe de esas cosas.
Toda política tributaria y fiscal
progresiva es sospechosa. Resulta mejor la austeridad aplaudida por
quienes consideran que es la mejor política fiscal.
Marcos Chávez M*, @marcos_contra
*Economista
[CAPITALES]
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Contralínea 444 / del 06 al 12 de Julio 2015