La Jornada - Editorial
En una entrevista que concedió al diario británico Financial Times,
en el contexto de su viaje a Londres, el presidente Enrique Peña Nieto
reconoció que su gobierno enfrenta una pérdida de confianza y que en
México florecen la incredulidad, la sospecha y la duda ante las acciones
y los discursos oficiales. El titular del Ejecutivo respondió a
preguntas sobre los asuntos que más han desgastado su administración: la
agresión policial a estudiantes en Iguala y la desaparición forzada de
43 de ellos, y el escándalo por las residencias suya, de su esposa y de
su secretario de Hacienda, Luis Videgaray, obtenidas de contratistas
gubernamentales; asimismo, formuló propósitos positivos en sí mismos,
como que su gobierno reconsidere el rumbo que lleva y emprenda una lucha
más eficazcontra la corrupción.
Sin embargo, Peña no ofreció respuestas satisfactorias a los asuntos
más incómodos que le fueron planteados. A la pregunta de por qué hasta
la fecha no ha visitado Iguala para solidarizarse con las familias y los
compañeros de los estudiantes asesinados y desaparecidos el 26 de
septiembre del año pasado, se limitó a exponer que
el Presidente no tiene por qué ir en persona; tenemos gobernantes ahí. Aunque no se espera que el titular del Ejecutivo resuelva personalmente la catastrófica y exasperante circunstancia por la que atraviesa esa región de Guerrero, es claro que su gobierno habría podido y debido hacer mucho más, y con mayor puntualidad, de lo que ha hecho hasta ahora.
Si ante un desastre por fenómenos naturales la presencia presidencial
es obligada, lo era, igualmente o más, ante un desastre institucional
como el que se puso de manifiesto en la ciudad guerrerense, ello sin
contar con que la violencia y la inseguridad siguen su curso en la zona,
con o sin gobernantes de segundo y tercer niveles. Por lo demás, la
cantidad y profundidad de cuestionamientos de que ha sido objeto la
investigación oficial de los hechos debió ser motivo suficiente para que
ésta fuera reorientada desde las primeras semanas.
En cuanto a las residencias del mismo Peña, de su esposa y de
Videgaray, las explicaciones ofrecidas no han sido lo exhaustivas que la
circunstancia merece, y las medidas anunciadas hace un mes –resucitar a
la Secretaría de la Función Pública y colocar al frente de ella a
Virgilio Andrade– no podían más que exacerbar las dudas públicas, tanto
por el desaseo del procedimiento administrativo como por la
inverosimilitud de que un subordinado presidencial fuera instruido para
investigar al propio Ejecutivo. No es, pues, que el asunto haya sido
satanizadopor la opinión pública, como afirma el mandatario, sino que la Presidencia ha fallado en disipar las sospechas y, por el contrario, las ha fortalecido y multiplicado.
A mayor abundamiento, la publicación de la entrevista ocurre
en momentos en que la administración peñista acaba de colocar como
titular de la Procuraduría General de la República a una legisladora
marcada por su cercanía con Televisa, y cuando trata de poner como
magistrado de la Suprema Corte de la Nación a Eduardo Medina Mora, quien
también es señalado, entre otras cosas, por sus estrechos vínculos con
esa empresa televisiva, misma que realizó una contribución decisiva para
construir la candidatura del actual Presidente.
En términos más generales, el
reconsiderar hacia dónde nos dirigimosrequiere de mucho más que de respuestas coyunturales y cosméticas. La crisis de credibilidad del gobierno, de las instituciones y –justo es decirlo– de la clase política en general pudo tener como detonadores la tragedia de Iguala y las residencias del círculo presidencial, pero sus raíces son mucho más profundas y anteceden incluso al sexenio en curso. La corresponsabilidad principal del actual gobierno reside en haber mantenido, profundizado y llevado al extremo, por medio de las reformas peñistas, un modelo político-económico caracterizado por la impunidad, la corrupción intrínseca y la colocación del poder público al servicio de los intereses financieros y comerciales y en detrimento de las necesidades de la población. Ese modelo se ha traducido en estancamiento económico, descomposición, desigualdad, dependencia, pobreza, desempleo, devastación y violencia, y no parece factible contrarrestar la desconfianza y el descrédito presentes si el gobierno no rectifica las bases mismas de su programa.