La Jornada - Editorial
La conmemoración por un
aniversario más de la masacre de Acteal, ocurrida el 22 de diciembre de
1997, contó en este año con un factor de agravio e impunidad adicional:
debe recordarse que el pasado 12 de noviembre la Suprema Corte de
Justicia de la Nación ordenó la liberación –con el argumento de
incumplimientos al debido proceso– de tres de los cinco autores
materiales que permanecían presos, lo que implica que del total de
encarcelados por el asesinato de 45 indígenas sólo dos permanecen en
prisión.
En esta conmemoración, por lo demás, el dolor y la indignación de los
deudos de Acteal se suma a los de los familiares de los 43 normalistas
de Ayotzinapa, desaparecidos hoy hace tres meses en Iguala, sin que
hasta la fecha haya surgido una explicación cabal de las autoridades
sobre el motivo de dicha agresión ni se hayan deslindado las
responsabilidades de manera adecuada, transparente y verosímil.
En ese sentido, la confluencia de causas y voces que se ha
dado en días recientes entre los deudos de las víctimas de Acteal y las
familias de normalistas de Ayotzinapa es más que una expresión simbólica
de agravios que convergen en la coyuntura actual. Una y otra agresiones
tienen como denominador común prácticas gubernamentales de larga data y
cuyos antecedentes históricos se remontan por lo menos a los tiempos de
la llamada guerra sucia –periodo en el cual el gobierno se
valió de las instituciones civiles y militares para aniquilar
expresiones de oposición política–, pasando por las tácticas de
contrainsurgencia aplicadas durante la administración zedillista y que
desembocan en la actualidad en casos de agresiones de policías y
militares contra civiles como los registrados este año en Tlatlaya e
Iguala, como muestra de que el Estado mexicano no sólo no ha logrado
restablecer el orden y consolidar el control político en el territorio
nacional, sino se ha erigido en violador consuetudinario y sistemático
de la legalidad.
El descontrol presente es consecuencia inevitable de una conducta
institucional en la que convergen las pulsiones represivas y
autoritarias, por un lado, y la lógica neoliberal y socialmente
depredadora por el otro, en la que no tienen cabida los estamentos
sociales más débiles, vulnerables y excluidos del orden socioeconómico
surgido de la aplicación del Consenso de Washington, entre los que
destacan los indígenas y los estudiantes de las normales rurales.
La impunidad que se ha consagrado en el caso Acteal es un acicate
fundamental para la repetición de masacres de civiles inocentes a manos
del poder público. Ayotzinapa es la muestra más fresca y dolorosa de esa
línea de continuidad que data por lo menos del último medio siglo, pero
por desgracia no hay garantías de que vaya a ser la última.