Miguel Concha | Opinión-La Jornada
El pasado 8 de noviembre se convocó mediante las redes sociales a una manifestación pública de solidaridad con las familias de los normalistas desaparecidos, y como respuesta a las declaraciones del procurador general de la República en relación con los avances en la investigación de los hechos suscitados el 26 y 27 de septiembre en Iguala, Guerrero.
El pasado 8 de noviembre se convocó mediante las redes sociales a una manifestación pública de solidaridad con las familias de los normalistas desaparecidos, y como respuesta a las declaraciones del procurador general de la República en relación con los avances en la investigación de los hechos suscitados el 26 y 27 de septiembre en Iguala, Guerrero.
Con justa razón, estudiantes y familiares no habían aceptado que los jóvenes
normalistas estuvieran muertos y que los descubrimientos de restos humanos y los
sucesos narrados por el titular de la Procuraduría General de la República
tuvieran relación con los 43 normalistas desaparecidos forzadamente. No, hasta
que las autoridades presenten pruebas científicas y contundentes de que existe
ese vínculo.
La manifestación en la ciudad de México transcurrió de manera pacífica,
aunque las personas coreaban frases que se han hecho fuertes y reflexionadas con
el paso de los días, como, por ejemplo,
Vivos se los llevaron y vivos los queremos, y
Fue el Estado, entre otras. Al arribar al Zócalo se percibía que centenares de ellas estaban indignadas y enardecidas. En ese mismo clima se intentó incluso prender fuego a la puerta Mariana, realizar pintas y lanzar objetos contra el Palacio Nacional. Este tipo de expresiones duraron hasta poco después de las 11 de la noche, cuando cuerpos de seguridad del Distrito Federal, e integrantes del Estado Mayor Presidencial arribaron al lugar e indiscriminadamente arremetieron contra las personas que se encontraban en la zona. No se limitaron a la Plaza de la Constitución, sino que ampliaron su despliegue hasta más allá del lugar de los hechos.
Se registraron entonces al menos 18 detenciones arbitrarias, pues las
personas fueron detenidas sin tener relación alguna con los hechos de Palacio
Nacional. A muchas de ellas las detuvieron solamente por documentar las golpizas
que a diestra y siniestra propinaban los cuerpos de seguridad contra quienes
iban pasando. Otras fueron detenidas al salir de tomar un café, o simplemente
porque caminaban por la zona. Ninguna de las detenciones fue justificada. A las
18 personas, entre ellas dos mujeres y dos menores de edad, uno de 11 años y
otro de 17, las llevaron a la Subprocuraduría Especializada en Investigación en
Delincuencia Organizada, y les impusieron infundadamente cargos por delitos de
motín y daños a monumentos nacionales. Una vez más, las fuerzas de seguridad
cometieron graves violaciones a los derechos humanos de personas que se
manifestaban o bien paseaban por allí. Afortunadamente hoy se encuentran libres,
aunque con averiguaciones abiertas en su contra.
La defensa y acompañamiento que hicieron integrantes del Centro de Derechos
Humanos Fray Francisco de Vitoria OP, AC, junto con otras defensoras y
defensores y organizaciones sociales, hicieron posible evidenciar las
arbitrariedades cometidas en las detenciones y, por supuesto, las violaciones a
derechos humanos cometidas por los cuerpos de seguridad.
Este es otro caso que se suma a una serie de sucesos en los que, en contextos
de protesta, son criminalizados y detenidos arbitrariamente quienes se
manifiestan pacíficamente. Las autoridades no buscan responsables de los actos
reprobados por ellas, sino a quiénes inculpar, hayan o no participado en ellos.
Este patrón ya había sido denunciado en Washington el pasado 30 de octubre por
el Frente por la Libertad de la Expresión y la Protesta Social, integrado por
una decena de organizaciones de derechos humanos, ante la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos, durante su 153 periodo de sesiones. En ella
se dio cuenta de las iniciativas federales y locales que buscan restringir e
inhibir los derechos a la libertad de expresión y la información. También se
abordó la problemática relacionada con la protesta social y el ejercicio pleno
de los derechos y libertades con ella asociados, haciendo un análisis temporal:
antes, durante y después de las manifestaciones. Se abundó sobre los agravios a
personas que documentan violaciones a derechos en contextos de protestas
sociales, y se resaltó la impunidad que predomina en casos donde las autoridades
han agredido a manifestantes y periodistas.
La protesta social, se dijo, se convierte en un recurso a través del cual la
ciudadanía expone sus desacuerdos y busca colocar sus demandas y necesidades. Se
abordaron casos como los de las leyes bala, tema del que me ocupé en
este mismo espacio el 31 de mayo pasado, así como los ataques a periodistas y
manifestantes en Puebla, Quintana Roo y el DF, y la falta de recursos efectivos
para proteger y hacer justiciables esos derechos violados.
La respuesta del Estado mexicano ha sido insuficiente. En todo momento,
argumentando la implementación de algunas medidas, trató de evadir las
acusaciones de la sociedad civil. Desde aquel primero de diciembre de 2012 la
situación no ha mejorado; a las víctimas no se les han reparado los daños, y la
lista de violaciones a derechos humanos en contextos de protesta se acrecienta.
Ahora bien, en el actual contexto, en el que el Estado mexicano en su conjunto
es acusado de cometer crímenes de Estado en Guerrero, y ante la profunda
indignación que esto ha suscitado en la población, no es menor que los gobiernos
echen a andar sus tradicionales mecanismos de criminalización de las protestas,
con la intención de inhibirlas. Y ello a sabiendas de que seguramente las
protestas arreciarán en la actual situación, cuando el estado de derecho está
revuelto y es puesto en entredicho. Es un absurdo que sea este mismo Estado el
que provoque esta grave crisis de respeto y garantía de los derechos humanos,
cuando lo menos que debería hacer es evitar el empleo de viejos mecanismos de
represión y criminalización. El Estado mexicano, por el contrario debe franquear
una profunda y radical transformación, tal como lo exige la sociedad a nivel
nacional e internacional, para fungir como un verdadero y democrático garante de
los derechos humanos de todas las personas y pueblos que habitan o transitan por
él.