La Jornada - Editorial
De acuerdo con
información procedente de El Cairo, el ex dictador Hosni Mubarak podría
quedar en libertad esta misma semana, una vez que se haga efectiva su
absolución por los cargos de corrupción y de asesinato que pesan en su
contra. Como se recordará, el viejo ex dictador fue derrocado por
manifestaciones populares a comienzos de 2011 y desde abril de ese año
fue recluido en prisión, no sólo por los casos de malversación, sino
también porque se le acusó de haber ordenado a las fuerzas represivas
disparar contra manifestantes, lo que dejó un saldo de más de 800
muertos. Aunque fue condenado a cadena perpetua en 2012, los actuales
gobernantes egipcios ordenaron el retiro de las imputaciones.
Lo anterior resulta válido para el ámbito institucional, mas no para
el conjunto del panorama político egipcio, mucho más radicalizado y
enrarecido hoy que durante la breve primavera de 2011.
Entonces, la mayoría de los sectores se unieron en torno al propósito
común de derribar la vieja dictadura, y en ese objetivo los ámbitos
seculares, democráticos y progresistas confluyeron con el integrismo
islámico que, meses después, se hizo con el poder en las primeras
elecciones libres realizadas en Egipto en muchos años.
Muy poco tiempo después, sin embargo, el gobierno que encabezó
Mohamed Mursi cedió a tentaciones autoritarias e intentó concentrar
dosis desmesuradas de poder y convertir en texto legal algunos cánones
de la sharia musulmana. Las movilizaciones populares de rechazo
a tales actitudes fueron aprovechadas por la vieja cúpula
burocrático-militar, la cual no dudó en perpetrar en julio pasado lo que
fue, desde cualquier punto de vista, un golpe de Estado. El bando
derrocado –cuyo principal componente es la Hermandad Musulmana– recurrió
a las manifestaciones multitudinarias, las cuales han sido reprimidas
con saña sin precedente por el nuevo hombre fuerte del régimen, Abdul
Fatah Sisi. Si la caída de Mubarak dejó un saldo de 800 muertos, en los
días transcurridos desde el derrocamiento de Mursi las bajas mortales
–principalmente, entre manifestantes pacíficos acribillados por las
fuerzas armadas– rondan el millar, y crecen día a día.
Egipto ha entrado, así, en una peligrosa escalada en la que la
barbarie represiva, lejos de disipar la furia de los opositores,
multiplica y ahonda los descontentos y florece en muestras de protesta
crecientemente orientadas a la vía violenta. Es el caso, por ejemplo, de
los grupos armados afines al islamismo que empiezan a operar contra el
gobierno en la península del Sinaí.
De manera inexorable, la espiral en que actualmente está envuelto
Egipto evoca lo ocurrido entre 1978 y 1979 en Irán en vísperas de la
revolución islámica: los atropellos represivos del sha Mohammad Reza
Pahlevi –quien, de forma coincidente, falleció precisamente en El Cairo,
en 1980– contra los manifestantes islamitas generaban nuevas y mayores
protestas que eran sofocadas a balazos, lo que daba lugar, a su vez, a
oleadas de repudio al monarca, hasta que éste hubo de abandonar el cargo
y salir al exilio.
Finalmente, no debe pasarse por alto el contraproducente papel que,
para no variar, han tenido en la descomposición egipcia las acciones
injerencistas de las potencias occidentales, empezando por Estados
Unidos, en un afán por quitar el piso a los movimientos islámicos. Tales
injerencias –expresadas en forma particularmente cruda por la negativa
de la Casa Blanca a suspender la multimillonaria ayuda militar al
régimen de El Cairo–, lejos de debilitar al integrismo orgánico y de
masas de la Hermandad Musulmana, lo consolidan, y alientan de paso el
fortalecimiento en Egipto de expresiones mucho más radicales y difusas,
como Al Qaeda.