miércoles, 18 de julio de 2012

Escaso compromiso democrático; pobre calidad electoral

Bernardo Barranco V. | La Jornada-Opinión
Mis hijos, que rondan los 25 años, se avergüenzan de que su padre sea consejero local del IFE. A pesar de todos los esfuerzos, el IFE no pudo sacudirse el fantasma de 2006” en este proceso electoral. Hay que reconocerlo, su imagen no salió bien librada. Flota en el ánimo ciudadano que el Consejo General pudo haber hecho mucho más. Ése es uno de los tópicos que los consejeros locales de diversos estados intercambiamos de manera informal.
A pesar de que técnicamente el proceso estuvo bien coordinado, que en la operación como tal el IFE cumplió su tarea, importantes sectores de la sociedad le reprochan no haber ido más lejos en su calidad de árbitro y no sólo organizador. Desde sus facultades pudo haber ido más lejos para garantizar elecciones más equitativas y, sobre todo, frenar la compra y coacción del voto.

No basta rezar que la Fepade es la responsable de atender y sancionar los delitos electorales; de hecho su repetición suena a excusa y “baños en salud”, pues muchas medidas precautorias y preventivas pudieron haberse implementado. El reto del IFE era no sólo recobrar la credibilidad de la sociedad, sino su propia confianza institucional. Pero, si el mismo presidente del Consejo General, Leonardo Valdez, tuvo una de las más imprudentes y desafortunadas declaraciones al expresar días antes de la jornada electoral que las denuncias de compra y coacción de votos son folclóricas, míticas y que tendrían “efectos marginales” (La Jornada, 27/6/12).

La coacción del voto es un acto de imposición que se induce bajo presión hacia un partido o a la abstención que vulnera la libertad de un individuo o de una colectividad. La compra del voto es un intercambio de bienes, dineros o favores para que una persona o un grupo voten por determinada franquicia política o candidato. Alianza Cívica, reconocida red social que desde hace 18 años ha venido monitoreando los procesos electorales, dio a conocer hace tiempo las crecientes tendencias de dicha práctica funesta. Estudios en México financiados por el IFE arrojaron que, en 2003, 3 por ciento de los electores fueron tocados por la compra y coacción de voto; en 2006, 7 por ciento; en 2009 la cifra crece de manera alarmante a 27.7 por ciento. Y en la última encuesta de 2012, 28 por ciento de los votantes de diferente manera fueron tocados por el regreso electoral a las más viejas y pervertidas prácticas electorales ejercidas por todos los partidos, con el  PRI, de lejos, a la cabeza y, por supuesto, el estado de México como campeón del lastre. Estamos ante una sociedad, principalmente sus cúpulas, cerradas y carentes de ética pública.

Resulta desproporcionado el cinismo de algunos analistas que quieran justificar la compra del voto como un acto finalmente “libre” y opcional de aquella persona que acepta el intercambio. Como si la pobreza, la miseria y la marginación fueran opcionales. Si bien la Constitución y el Cofipe establecen que el voto es libre y secreto y están prohibidas estas formas de presión y coerción, en la elección de 2012 asistimos a un proceso regresivo y a la reutilización de prácticas que creíamos superadas y que sin duda pueden modificar la equidad y el sano desarrollo de la competencia partidista. En un proceso electoral es tan importante ganar como el “cómo ganar” una contienda. En el cómo estriba la legitimidad del cargo. Por ello, una futura reforma electoral debería penalizar de manera severa la compra y coacción del voto a fin de evitar el aprovechamiento político, agandalle pues, de la miseria y desamparo de millones de mexicanos.

Me preocupa la falta de lealtad política de los partidos porque sistemáticamente ponen candados electorales mediante reformas y sistemáticamente buscan  la manera de violarlos. Me preocupa que Enrique Peña Nieto mienta al negar enfáticamente que su partido recurriera a la compra y coacción del voto, porque él será el próximo presidente de la República, donde será un factor central en la conducción del país. El seudodiscurso de la “legalidad” y apego a derecho de los partidos es un desgastado recurso y un insulto a la sociedad cuando ellos son los primeros en violentar.

Nuestro país arrastra en toda su historia la incredulidad por los resultados electorales y en la actualidad confía poco en todas sus instituciones. Buendía y Laredo apreciaron que 43 por ciento de los ciudadanos afirman que las elecciones son “poco o nada limpias”; la encuesta del diario Reforma arrojó que entre 38 y 40 por ciento tienen poca o nada de confianza en el IFE y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. La duda está plenamente justificada; ya se habla de nuevas reformas electorales cuando en realidad se requiere una gran reforma de Estado y no sólo saturar con nuevos candados y más atribuciones al IFE. En ese sentido, coincido con José Antonio Crespo cuando dice: “Se habla, pues, de la mala calidad e inmoralidad de la elección, pero en este proceso se ha revelado más bien la bajísima calidad de nuestra democracia en general, fiel reflejo de nuestros partidos, quienes presentan un escasísimo –si acaso alguno– compromiso con la democracia”. Los jóvenes que irrumpieron en la escena política e impusieron temas en la agenda electoral sufren de una grave y profunda frustración que requiere ser acompañada de una especie de pedagogía frente a la decepción. Las impugnaciones y recursos de anulación, dado el margen de distancia entre el primero y el segundo lugar en la elección presidencial, parecieran estar condenadas al fracaso, al no alcanzar a “ser determinantes en el resultado”, criterio con el que mayormente se han conducido los magistrados, relegando la causal abstracta de nulidad.

El problema de la política mexicana no es político, sino ético. Las grandes soluciones no vienen de ajustes jurídicos ni de nuevos grandes candados, sino de la lealtad de los actores políticos. El nuevo drama electoral es el reflejo fiel no sólo de la calidad de la democracia, sino de la calidad de las personas que conforman el entablado político.


Fuente: La Jornada