Jaime Martínez Veloz | La Jornada-Opinión
Los pueblos indígenas de la sierra Tarahumara y los huicholes que defienden el sitio sagrado del pueblo wixárika, donde abundan la plata y el oro en el subsuelo de Wirikiuta, sobreviven entre el hambre y la riqueza de los recursos naturales de sus tierras y territorios, concesionados a compañías mineras trasnacionales, principalmente.
Ante noticias acerca de la hambruna que existe en la sierra Tarahumara y la información de casos de suicidio, la sociedad mexicana se movilizó en forma solidaria para brindar ayuda humanitaria a los miles de indígenas rarámuris, odamis, tepehuanes, pimas y warijoos que habitan en ese lugar.
Declaración de Wirikuta
Las televisoras no podían dejar pasar la ocasión para presumir su filantropía y mandar unas cuantas limosnas, acompañadas de la respectiva publicidad, donde se enfatice el alma bondadosa de los caritativos medios electrónicos del país. Sin embargo, cabe preguntarnos, ¿por qué tanta pobreza en una región tan próspera económicamente?
El estado de Chihuahua cuenta con una gran cantidad de reservas minerales, es el segundo productor nacional de oro y plata en México. La mitad del territorio del estado, alrededor de 12 millones y medio de hectáreas, ha sido concesionado por el gobierno federal a consorcios mineros privados, principalmente canadienses. Del año 2006 al 2010, el valor de la producción minera en el estado ascendió a la cantidad de 84 mil millones de pesos, de cuyo monto no se beneficiaron ni las comunidades ni las finanzas del estado ni del país.
Las dueñas de las concesiones mineras en la sierra Tarahumara son empresas canadienses y del Grupo México, el mismo de la tragedia de Pasta de Conchos en Coahuila. Estas empresas sólo pagan un ridículo impuesto –si es que así se pudiera llamar– de cinco pesos por hectárea. Las empresas facturan en su país de origen, eluden el pago de impuestos en México, tienen proyecciones que indican el ascenso de sus utilidades, y en contrapartida los poseedores originarios de las tierras y territorios se están muriendo de hambre, y cada día se agudizan sus condiciones de miseria y desigualdad.
Frente a esta injusticia, cuyo origen radica en un modelo desigual y un trato inequitativo del Estado mexicano para con los pueblos indígenas del país, los protectores de los consorcios extranjeros, tanto los que tienen a su alcance concesiones en los medios electrónicos, cuyos servicios son contratados para evitar cualquier cuestionamiento de fondo, recurren al viejo expediente de la lástima, la caridad y la limosna, pero evaden abordar el tema de la hambruna de los habitantes de la Tarahumara como una expresión directa de la negación de sus derechos, ligados indisolublemente al incumplimiento de los acuerdos de San Andrés Larráinzar, donde se aborda el tema de los recursos naturales ubicados en las tierras y territorios de los pueblos indígenas mexicanos y el reconocimiento de las comunidades indígenas como entidades de derecho público, que les permitirían a éstas el establecimiento de una correlación de fuerzas diferente frente a las compañías privadas, nacionales y extranjeras, mediante la cual las condiciones de negociación y distribución de la riqueza que se extrae del subsuelo nacional serían otras muy diferentes y mucho menos desiguales.
Otro caso similar es el que viven los pueblos wixaritari, quienes sufren el despojo y el desplazamiento de sus lugares de origen debido al otorgamiento de concesiones mineras a empresas canadienses del centro ceremonial de Wirikuta, con una extensión de más de 140 mil hectáreas, donde existen grandes cantidades de riquezas minerales, que contrastan con la miseria de los poseedores originales de dichas tierras.
A pesar de haberse firmado el pacto de Huauxa Manaka entre cinco gobernadores y el gobierno federal, el 28 de abril de 2008, donde se le aseguraba a los huicholes la preservación de los lugares sagrados, las rutas de peregrinaje y sus recursos naturales, y teniendo como antecedente el hecho de que México es signatario del Convenio 169 de la OIT, que obliga al Estado a realizar procesos de consulta con los pueblos indígenas para realizar cualquier acción en sus comunidades, fueron argumentos insuficientes para que el gobierno federal entregara 35 concesiones mineras a empresas canadienses sobre un “sitio natural sagrado” considerado por la UNESCO y que es el santuario más importante de los indígenas huicholes.
El dramatismo que hoy vemos en la Tarahumara y en muchos lugares del país, por los efectos de la hambruna y el despojo de las tierras indígenas, es inversamente proporcional a la campaña infame en donde el gobierno de Ernesto Zedillo para justificar el incumplimiento de lo pactado en San Andrés Larráinzar acusaba a los indígenas mexicanos de querer “balcanizar al país” y de “crear un Estado dentro de otro Estado”. Cuánta infamia y cuánto lodo se lanzó en contra de nuestros pueblos originarios, tratando de hacerlos parecer como “verdaderos monstruos”, cuando hoy vemos cómo los indígenas se están muriendo de hambre.
Frente a esta realidad, no puede ni debe haber olvido: la sociedad mexicana debe movilizarse, las ahora llamadas “izquierdas” deben entender que no todo es la aspiración por un cargo “cueste lo que cueste” y “atropelle a quien atropelle”, y diseñar esquemas de lucha para defender estas causas, como lo hacían las viejas organizaciones políticas de la izquierda cuando éstas ni siquiera registro tenían.
Por ello, hoy más que nunca, se requiere un relanzamiento de un movimiento nacional, desde todos los frentes, todos los estados, todos los pueblos y todas las organizaciones, para exigir el cumplimiento irrestricto de los acuerdos de San Andrés Larráinzar, en los términos pactados entre el gobierno federal y el EZLN el 16 de febrero de 1996. Esa es la única forma de detener el saqueo nacional y las injustas condiciones de vida a las que el Estado mexicano ha condenado a los pueblos indígenas de México.