domingo, 19 de febrero de 2012

La violenta ‘pacificación’ de Juárez

19 febrero 2012 | Marcela Turati | Proceso
El gobierno de Felipe Calderón y la alcaldía de la ciudad chihuahuense proclaman que los homicidios disminuyeron drásticamente y la policía municipal volvió a encargarse de la seguridad. Ahora el problema es que su jefe, el militar Julián Leyzaola, se atribuye la misión de “pacificar” el territorio a su manera: a costa de los derechos de la población y con impunidad para sus efectivos, así que los juarenses tienen que cuidarse de narcos, militares y policías de los tres niveles de gobierno.
-Escondida en una casa en ruinas, con montes de escombros en lugar de piso y huecos donde alguna vez hubo puertas o ventanas, la señora Padilla Martínez asoma la cabeza poco a poco. Hasta cerciorarse de que está fuera de peligro, se acerca. Desde su refugio cuenta que en noviembre su hijo mayor, Jorge (que llevaba sus mismos apellidos) fue “levantado” por policías municipales del puesto de hamburguesas que atendía. Su cadáver fue encontrado al día siguiente, en el fondo de un mirador, arrojado como cualquier perro muerto. 

Para conseguir los 15 mil pesos que costó el entierro hipotecó la casa donde vivía. Veló un ataúd sellado, pues la Fiscalía Estatal de Justicia le pidió que no lo abriera. Cuando fue citada a declarar ante el Ministerio Público recordó que unos policías molestaban a Jorge Andrés y comían en su puesto sin pagar. Lo dijo. En un descuido del agente hojeó el expediente y encontró las fotos de su hijo de 24 años encuerado, con la piel quemada, la cara deformada, cinta canela en la boca, el cráneo deshecho. 

Por el periódico se enteró de que la noche del homicidio otros tres jóvenes habían sido detenidos por los mismos patrulleros; iban a ser presentados como una célula de sicarios desactivada. Desde la cárcel, los otros detenidos denunciaron que los policías mataron a Jorge. 

“Nosotros vimos cuando el secretario de Seguridad Pública, Julián Leyzaola, y los policías que nos detuvieron golpearon hasta causarle la muerte en la estación de Policía a Jorge Andrés Padilla (…) Y después de matarlo a golpes, vimos y escuchamos cuando el señor Leyzaola les ordenó que al muerto lo fueran a aventar al camino real para que no quedara evidencia”, indica el escrito enviado por los presos e integrado como declaración en la carpeta del caso de Padilla, como reportaron los diarios locales. 

Tres días después, mientras la señora Padilla cocinaba en el comedor de una maquila, unas vecinas le avisaron que corriera a su casa. La encontró en llamas: esa mañana seis hombres habían entrado y acribillado a sus dos hijos mayores (de 20 y 14 años), después los rociaron con diesel y les prendieron fuego. Sus otros seis hijos, todos chiquillos, observaron desesperados. Sus súplicas a los asesinos para que se apiadaran fueron en vano. 

“Todo se vino el día que dije que eran los policías los que los molestaban. Fue mi culpa. Sé que fueron policías los que me los mataron, me acabaron a los más grandes. Se portan igual que los sicarios pero más descarados. Los sicarios no matan a golpes, al primero me lo mataron de los golpes que traía, seguro lo torturaron porque les dijo que ya no les iba a dar nada, porque los policías son los que cobran la cuota”, dice mientras escala los cascajos de la casa abandonada adonde se mudará para esconderse. Sólo le falta poner triplay a puertas y ventanas. 

“Tengo a mis hijos traumados. La de siete años les gritaba a los asesinos: ‘Déjenlos, ellos nos cuidan’, y se quiso aventar a la lumbre para quemarse con ellos, pero la aventaron. Traigo mucho coraje con los que hicieron esto y no les tengo miedo, al cabo el día que me van a matar me van a matar”, rumia en el desconsuelo. 

La historia de la señora Padilla es una más en esta frontera que desde 2008 está en guerra y donde se cometieron uno de cada cinco asesinatos del país. La ciudad/laboratorio donde el gobierno federal probó diferentes estrategias de seguridad en las que a la gente sólo le quedó clara una cosa: que cualquiera puede morir víctima de sicarios, soldados, policías federales y ahora también de municipales. 

En marzo se cumple un año de este último ajuste a la estrategia: la devolución de la seguridad ciudadana a la policía municipal, encabezada por el polémico teniente Leyzaola, el militar a quien se adjudica la “pacificación” de Tijuana y cuya designación coincidió con el descenso de los homicidios. 

Si el año pasado se llegó a una tasa de 300 asesinatos por cada 100 mil habitantes, actualmente se cometen 120. Los homicidios en la que fue considerada la ciudad más mortífera del mundo se redujeron en 57% pero aún son demasiados. 

Con Leyzaola al mando, la corporación estrena –entre sus funciones– el combate al narcotráfico y los excesos cometidos por los elementos han sido ampliamente documentados por la prensa local. Muchos juarenses los creen; otros consideran que son invenciones de los criminales enojados por la estrategia, bravucona y echada pa’delante, del nuevo director de la policía. 

Pero las incriminaciones son muchas. 

Al mes siguiente de que Leyzaola se estrenara como secretario de Seguridad Pública municipal, en un predio abandonado fueron hallados los cadáveres de cuatro jóvenes torturados –tres de ellos degollados–, que eran buscados por sus familias desde el 26 de marzo. Desaparecieron cuando los detuvo, tras un altercado, una patrulla del Grupo Delta, cuerpo de élite de la policía municipal. 

Otro caso famoso fue el del parkero Ismael Flores Chavarría, que durante una balacera se abalanzó hacia una mujer con un niño en brazos para salvarle la su vida. Al día siguiente la policía lo presentó ante los periodistas como culpable de un homicidio, junto a César Adrián García, ambos desfigurados por las torturas. Flores tuvo que ser operado de emergencia de la cabeza y salió vivo, pero su “cómplice” murió. Los dos eran inocentes. 

Está el caso de la empresaria hotelera María Acosta, quien fue víctima de un robo pero al llegar a la estación de policía fue golpeada –según denunció– por el propio Leyzaola. Estuvo a punto de ser presentada como secuestradora. 

Otro es el caso de Susano Esparza, quemado con el mofle ardiente de una patrulla. 

El más reciente es el de Sonia Tapia Cisneros, una maestra que esperaba en su auto a que su hija saliera de casa de una amiga, pero arrancó despavorida cuando la calle se llenó de policías, pues pensó que habría una balacera. “¡Mamá, me dieron en mis manos y mis pies y me arde!”, le gritó su hijo de nueve años, que estaba herido. Cuando se detuvo para auxiliarlo los policías que le dispararon, la esposaron y la llevaron a la fiscalía, donde la acusaron de tentativa de homicidio y de transportar a cuatro sicarios. Cuando probó la mentira, salió en libertad y se mudó a Estados Unidos. 


Abusos generalizados 

“Todas las noches en la televisión nos presentan sin recato a los detenidos. La semana pasada una mujer que trae un parche y no puede abrir los ojos; antes un señor en calzones. A muchos los presentan sangrando, con los ojos cerrados, que no se pueden ni enderezar. Antes te escondían al torturado y te lo ponían cuando estaba mejor, ahora ya ni se cuidan”, dice indignada Emilia González, veterana defensora de derechos humanos y representante de la organización civil Cosyddhac. 

En la página de comunicación social del municipio es posible mirar esa galería del horror de personas con los rostros deformados por las golpizas. 

Aunque González reconoce que los homicidios han disminuido y que la gente siente alivio de no ver en cada esquina camionetas de militares o federales, considera también que la situación ha empeorado porque antes la tortura era selectiva y “ahora es para todo el mundo”. 

“Este tipo (Leyzaola) ha aprovechado terriblemente la situación y ha logrado venderse como el que ha logrado combatir la delincuencia con su mano dura. Y, por supuesto, los empresarios luego luego se la compraron. Pero toda su fuerza ha radicado en criminalizar a la población, en detener cientos de personas todos los días sólo por no traer credencial de elector”, explica. 

Según un reporte de El Diario de Juárez, en esta ciudad de 1 millón 300 mil habitantes, desde que llegó Leyzaola 359 personas son detenidas cada día por faltas al reglamento de policías; sólo en 2011, 98 mil 958 personas fueron llevadas a barandillas. En enero pasado acumuló 23 casos de denuncias de abusos ante la Comisión Estatal de Derechos Humanos de Chihuahua (CEDHCH), con lo que superó el récord de la Policía Federal. 

“La Mesa de Seguridad le planteó a Leyzaola desde su llegada que no rompiera el esquema de trabajo, que su papel no era perseguir a narcotraficantes, secuestradores o extorsionadores sino dar seguridad a la ciudadanía e ir ganando terreno en lo preventivo para que la gente volviera a salir a la calle, pero él dijo que, como en Tijuana, su tarea sería limpiar de delincuentes la ciudad. Y como le tenía desconfianza a la PF nunca llegó a coordinarse”, señala Gustavo de la Rosa Hickerson, visitador especial de la CEDHCH. 

El abogado considera que la declaratoria de guerra de Leyzaola al crimen organizado provocó que en enero comenzaran a matarle un policía diariamente (ocho fueron asesinados) y “la que empezó como una guerra de cárteles y luego entre pandillas, se descompusiera a una guerra de un cártel contra la policía”. 

De la Rosa critica la detención indiscriminada y sistemática de la gente pobre, de “mal aspecto” o carente de credencial de elector, que debe pagar multas de 300 a 2 mil pesos para obtener su libertad. 

“Si de enero a marzo del 2011 eran detenidas alrededor de 6 mil personas, de noviembre a enero de 2012 se detuvo a un promedio de 30 mil al mes. Pero, de cada 10 mil detenidos, sólo se puso a disposición de un ministerio público a 300, y de esos sólo 100 (el 1% de lo detenidos) llega ante el juez. Pero antes ya se presentó en la televisión a decenas de personas, que dicen que eran secuestradores o extorsionadores, ya golpeadísimos, con la cara reventada”, detalla el visitador. 

Para el entrevistado, quien además es el actual titular del Centro de Confianza Ciudadana de la Fiscalía de Justicia, tres hechos hicieron caer la confianza hacia el teniente Leyzaola: presumió ante The New York Times la captura de El Diego (líder de La Línea, brazo armado del Cártel de Juárez) cuando en realidad lo detuvieron fuerzas federales en Chihuahua; y anunció a los medios de que el sucesor del cabecilla era un tal Tin Tan, cuya foto presentó pero resultó ser un trabajador de construcción de El Paso, Texas, que tramitaba su pensión por jubilación; y aún más la agresión a la maestra Tapia y a su hijo. 

“No se vale que después de todo lo que hemos pasado en esta ciudad vengan a burlarse de nuestra tragedia. Está muy cabrón. Y encima se va contra los periodistas por hacer su trabajo”, dice molesto De la Rosa. 

Agrupaciones de periodistas denunciaron la semana pasada que 12 compañeros han sido agredidos por policías de Leyzaola, lo que obligó a que el martes 14 el alcalde Héctor Murguía y él se sentaran a dialogar con los dueños de medios de comunicación, a quienes prometieron que evitarían criminalizar a pobres y a periodistas. 

Una víctima de estos excesos fue el reportero de El Diario, Joel Edgardo González, quien desde la ventana de la empresa notó que había un altercado en la calle. Cuando salió se encontró con que unos policías habían detenido a una mujer de Nuevo México recién operada y le quitaban su camioneta porque les parecía sospechosa. Por reportear el suceso fue esposado y llevado a barandilla. 

“Cuando me trasladaban prendieron las torretas, se iban pasando semáforos, frenando para que yo me fuera golpeando, como si trajeran a un (narco) pesado. Cuando llegamos a la base un policía se sube a la caja del cámper y me dice: ‘Te vas a tener que dar un tiro conmigo antes de entrar a barandilla, pinche delincuente’. Yo le dije que no cometí ningún delito y me dijo: ‘Desde que estás en mi unidad eres un pinche delincuente, a ustedes (los periodistas) parece que no les queda claro quién es la policía municipal, te voy a enseñar a respetar mi placa y mi uniforme. ¿A poco crees que no te puedo matar?’” 

En la celda, González se encontró con una treintena de detenidos por motivos absurdos: a un hombre lo apresaron al encontrarlo fumando afuera de su casa (le cobraron 2 mil 800 pesos por discutir) y a otro porque escuchaba música en un auto (su multa fue de 320 pesos). La gringa, llorando de dolor por su operación y por los jaloneos e insultos que sufrió, pagó 620 pesos y otra multa para rescatar su camioneta. 

Todos los entrevistados, entre ellos Hugo Almada y Leticia Chavaría, integrantes de la Mesa de Seguridad, coinciden en que estas detenciones tienen afán recaudatorio. 

Rastro de sangre 


El teniente coronel Leyzaola llega como Robocop a su oficina para nuestra entrevista. Una metralleta le cruza el cuerpo y lleva una pistola amarrada en la pierna. Viste los pantalones de comando del uniforme azul marino que eligió para que su corporación dejara de usar el color gris rata y su autoestima subiera. 

No es bien visto por los defensores de derechos humanos del país. En su recomendación 10/2011, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos lo responsabiliza de la comisión de torturas cuando era titular de la policía de Tijuana. 

Pero tiene la simpatía de sus subalternos. Uno de ellos, sargento que pide el anonimato, dijo que antes de su llegada se sentían desmotivados: 

“Éramos como un perrito al que todo mundo pasa y le pega, y si alguien se quejaba de nosotros nos echaban encima a Asuntos Internos. Antes si agarrábamos ‘un buen trabajo’ nos corrían y lo soltaban; hoy el secretario nos protege y nos premia. Nunca habíamos tenido ese apoyo”, afirma. 

Este policía sintió la presión por todos los experimentos a los que ha sido sometida esta ciudad. Cuando el alcalde anterior solicitó la militarización, fue uno de los efectivos enviados a capacitarse en la base de Santa Gertrudis. 

“Fue la peor experiencia de mi vida –recuerda–; nos incomunicaron, dormíamos 30 elementos en una vil carpa con alacranes y víboras, sobre sarapes; a las 8 de la mañana ya te deshidratabas del calor; teníamos que cantar las cancioncillas que cantan los soldados y un soldadito nos daba clases de cosas que ni qué: técnicas de arrastre o las partes de la brújula. ¿Pa’ qué, si somos policías? Íbamos a letrinas seguidas en hileras de 10 personas, la comida era pésima”. 

Dice que esa era una de las causas de su desmotivación y la de sus compañeros. El sargento reconoce que ahora, con la autoestima inflada, sus compañeros se han excedido en el uso de la fuerza bruta, pero igual que el secretario dice que es porque están exaltados y por la presión que cargan. Admite, además, que hay narcos infiltrados en sus filas. 

“La administración pasada nos dieron con todo, se estaba perdiendo mucho el respeto a los mandos. Ahora, como ya llegaron 260 patrullas y nos dejan traer pistolas a casa, muchos sienten que de perdida se van a poder defender cuando los embosquen y los otros (los narcos) se sienten desesperados porque les hemos pegado mucho”, dice orgulloso. Su pistola Beretta reposa sobre la mesa del comedor. 

En cambio el visitador De La Rosa indica que el mérito no es de la estrategia de Leyzaola: “Después de la sangría de estos tres años, con 10 mil muertos y la cifra impresionante de casi 10 muertos diarios, la estructura de los dos cárteles, de Sinaloa y La Línea, se debilitó. Por eso se dio un equilibrio y cada uno se quedó con el territorio que podía tener: el poniente y el centro de la ciudad para La Línea y el Oriente y Valle para El Chapo”. 

En la entrevista con Proceso, Leyzaola no se adjudica el milagro de la pacificación de Ciudad Juárez pero tampoco se resta méritos. Presume que él devolvió el orgullo a una corporación policiaca que encontró de rodillas, atrincherada tras costales de arena y vallas de jardineras o ventanas tapiadas. Burlón, dice que el 60% de los efectivos no estaba en la calle sino en puestos administrativos o al servicio de los mandos (tenían encargados de tomarles fotos, bolear zapatos, tender camas o hacer comida). Los patrullajes se hacían en grupos, por miedo. 

La situación que describe, sin embargo, no ha variado tanto: desde el 31 de enero los 3 mil policías juarenses permanecen “acuartelados” en un hotel para evitar que los criminales los cacen cuando regresan a sus casas. 

A fines de enero aparecieron en la ciudad 10 narcomantas en las que La Línea amenazaba al secretario: “Si sigues apoyando a los montaperros y agarrando pura gente de nosotros te vamos a estar tumbando un elemento diario. Para que sepa toda la ciudadanía lo corrupto que eres/ Leyzaola=delincuente con placas Atte NCJ”. En efecto, mataron a ocho elementos. 

El militar replica que sus policías se hospedan en hoteles pero no están acuartelados. Señala que portan la placa con dignidad y asegura que no renunciará como sus antecesores, que así les dieron gusto a los criminales: “En otras ocasiones esa táctica les dio resultado, y el titular al renunciar salía magnánimo, decía que lo hacía como un bien. Pero eso no puede ni debe ser, ¡eso es hacer pactos!” 

Sostiene que el combate a los secuestradores, carjackers (asaltantes de automovilistas), narcotraficantes y todos los delincuentes encontrados in fragranti son responsabilidad de la policía municipal: 

“Desde el momento en que uno está uniformado, investido de autoridad, no puedo excusarme y decir: ‘Este asunto es federal, no lo voy a atender’. Ya a la hora de la consignación deslindamos competencias”. Luego agrega que los municipales pueden combatir al narcotráfico porque están capacitados y cuentan con armas largas. 

A su parecer, los municipales son más rápidos que los agentes federales porque conocen el terreno, se desplazan en una patrulla sectorizada y están dispuestos a luchar por su gente, los juarenses. 

Se le recuerda que esos policías que según él tienen “arraigo social” son señalados como violadores de derechos humanos y se le mencionan los casos de la empresaria que lo señala como golpeador, los cuatro asesinados por el grupo Delta, los tres hermanos Padilla y el parkero –que los medios han difundido ampliamente–, le pide a su asistente que le recuerde los hechos. 

“Todas las denuncias están en las instituciones correspondientes…. A las quejas de derechos humanos les hemos dado contestación puntual”, se defiende. 

Sobre las personas presentadas en público como delincuentes y que posteriormente han salido libres, argumenta que a veces es porque los testigos reciben amenazas de los delincuentes, que los obligan a retirar las denuncias. 

Un empresario local comenta a la reportera que Leyzaola se siente omnipotente y por encima del presidente municipal, y que en corto presume que a él lo envió su general Galván (el secretario de la Defensa Nacional) en acuerdo con todos los niveles de gobierno. Por eso ve difícil que las denuncias por sus excesos lo derrumben. Otra persona confirma que le dijo esa frase: “A mí me mandó mi general Galván”. 

Cuestionado sobre el combate a la delincuencia organizada, Leyzaola informa que está por comenzar una siguiente fase de su estrategia, que es “sectorizar” (intensificar el patrullaje y aumentar el número de elementos) en las zonas del Valle de Juárez y Oriente, bastiones del Cártel de Sinaloa. Argumenta que comenzó en la zona Centro y el Poniente, considerada macetero de la estructura criminal de la Línea, porque es la de mayor densidad poblacional. 

“De ese pequeño espacio sacaban de 6 a 8 millones de pesos semanales para la estructura criminal. Hemos estado golpeando muy fuerte”, se jacta, aunque de inmediato dice que no golpeó territorios de La Línea, sino que ha ido actuando donde se beneficia más a la población, donde la ciudad está más poblada, y que ha llegado el turno de entrar en los otros puntos de la ciudad donde la policía no lo había hecho antes.


Fuente: El Mexicano