21 febrero 2012 | Enrique Semo Proceso
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Un sector significativo de los mexicanos, y eso cruza verticalmente todas las clases sociales, está descontento con la situación general del país. Puede decirse que hay una conciencia colectiva de decadencia que no es general pero sí muy extendida. La ética social, las obligaciones morales están cada vez menos presentes; las acciones individuales amorales, injustas, ilegales, parecen imponerse a toda conciencia colectiva que constituye la argamasa de la sociedad por encima de sus conflictos sectoriales.
La percepción del desempeño de la economía nacional y privada es que está estancada, que no hay mejoría ya desde hace una generación o más. El estatus relativo de México en el conjunto de las naciones se deteriora, y la criminalidad está rompiendo las barreras y logrando introducirse en todos los círculos sociales, incluyendo las altas esferas de la política y la empresa pública. Pocos son los que creen en el progreso en un futuro inmediato. Eso coincide con lo que Émile Durkheim ha llamado un estado de anomia. Parte de la nación mexicana se siente impotente ante la necesidad urgente de cambiar el rumbo, que evidentemente tiene que ver con la acción colectiva, y guarda reservas hacia las próximas elecciones.
Racionalmente hablando, la pregunta es: ¿Por dónde comenzar? Y la respuesta no es simple ni mucho menos evidente. Yo citaría aquí a Esthela Gutiérrez Garza, quien después de hacer un diagnóstico certero del estado económico de la nación sostiene: “Es fundamental tener claro que el principal problema de México no es económico, sino político… Los proyectos de la supuesta modernización que se instrumentan desde las cúpulas del poder terminan por beneficiar sólo a quienes las proponen (…) solamente con participación ciudadana se puede concebir, instrumentar y realizar un proceso de nación que a todos incluya en su ejecución y en el beneficio de sus resultados”1.
Pero la “participación social” no se produce sólo en el sistema político; se produce también, como sugiere Niklas Luhmann, en el sistema de los movimientos sociales. El sistema de movimientos sociales es en sí mismo completamente diferente al sistema político y vive con intensidad su propia dinámica, ajeno a elecciones, presidentes, gobernadores y toda la parafernalia que los acompaña; con otros calendarios, problemas diferentes, victorias y derrotas a las cuales los medios (con notables excepciones) no prestan atención ninguna. Ahí no reina la publicidad, sino las redes sociales; tampoco la ambigüedad o la trácala, sino el compromiso digno con ideas y valores; los medios escasean y la solidaridad humana es fuerte. Sin embargo, el sistema de movimientos sociales es fuente bien establecida de participación popular y poder. Es tan viejo como el México colonial, en el cual el sistema político tenía poco o nada de participación social y en donde reinaba el principio de que los súbditos deben “aprender a callar y obedecer”, mientras que los movimientos de resistencia de los indígenas eran permanentes.
En una cosa los dos mundos se parecen: en ninguno de los dos el músculo y la mente duermen, hay una actividad febril y constante, un trajín incesante. Estoy convencido de que el salto de la decadencia o anomia a la regeneración y el restablecimiento del vigor nacional depende de la acción en ambos sistemas. Entre los dos se establecen relaciones de negociación, represión y autodefensa. El gobierno coopta dirigentes, satisface parcialmente demandas, mata. El movimiento se dispersa, queda reducido a su mínima expresión. Pero el sistema de movimientos sociales persiste y nunca sabe uno cuándo se puede transformar en poder alternativo.
AMLO es un hombre que, como otros líderes de América Latina, se ha movido y se sigue moviendo con gran naturalidad en los dos sistemas: el político y el de los movimientos sociales. Su compañía en ese sentido no es mala, ni mediocre: Lula, el dirigente sindical y presidente popular; Evo Morales, dirigente de los cocaleros y presidente popular; Dilma Rousseff, luchadora radical contra la dictadura y presidenta popular; José Mujica, tupamaro y presidente popular.
AMLO es similar a ellos y a la vez distinto, porque pertenece al escenario mexicano en el cual no hubo dictadura militar. Ha pasado frecuentemente de la acción política a la lucha social, siempre por defender valores esenciales para ambas esferas. Primero fue dirigente estudiantil en su nativo estado en 1968. Después participó en el equipo electoral de Carlos Pellicer. Durante los años 1977-1982 estuvo al frente del Centro Coordinador Indigenista Chontal de Nacajuca, en donde contribuyó a mejorar las tecnologías agrícolas de los indígenas, y fueron ellos quienes lo apoyaron para que iniciara su carrera política.
En 1988 lo postularon como candidato a la gubernatura de su estado natal, Tabasco, contra Roberto Madrazo. Después de que éste asumió la gubernatura, AMLO exhibió 45 cajas con miles de documentos que probaban el costo ilegal de la campaña de Madrazo, y por tercera vez en su vida recurrió al movimiento social llamando a la resistencia contra el fraude y la imposición de Pemex en la región. Eso desembocó en la Caravana por la Democracia.
Dos años más tarde bloqueaba instalaciones petroleras para exigir indemnizaciones para los campesinos y pescadores afectados por la actividad de Pemex. Luego fue presidente del PRD y transformó su campaña por el Distrito Federal en un verdadero movimiento social. El intento de Vicente Fox de desaforarlo fue derrotado por un movimiento social multitudinario. Todos conocemos la historia de lo que siguió al fraude de 2006. Expulsado de la política, Andrés Manuel volvió a refugiarse en el movimiento social, sin abandonar completamente la primera. ¿Quién, entre los otros candidatos a la Presidencia, tiene un historial semejante?