Editorial - 27 Abril 2011 / La Jornada
A cinco días de que concluya el periodo ordinario de sesiones del Congreso de la Unión, y en medio de los empeños en la Cámara de Diputados por aprobar al vapor la iniciativa de reforma a la Ley de Seguridad Nacional –la cual, entre otras cosas, dota al Ejecutivo federal de un amplio margen para instaurar virtuales estados de excepción y en general para acotar las garantías individuales ante
alteraciones diversas de mayor peligropara la seguridad interior–, salieron ayer a relucir nuevas y significativas fricciones y resistencias legislativas a la minuta que se discute en San Lázaro.
En el Senado de la República, el ex aspirante presidencial priísta Francisco Labastida afirmó estar en contra de las modificaciones realizadas por los diputados al dictamen –originalmente elaborado por la cámara alta–, y su correligionario Jesús Murillo Karam dijo que el
cambio radicalque se pretende hacer en San Lázaro rompe el pacto federal. Tales críticas se sumaron a las formuladas por los integrantes de las bancadas senatoriales de los partidos de la Revolución Democrática –el cual convocó a la movilización social para impedir la reforma–, del Trabajo, Convergencia e incluso del Verde Ecologista.
Tanto más reveladoras resultan las crecientes diferencias suscitadas en el seno de la propia bancada del tricolor en la Cámara de Diputados: mientras que el coordinador priísta en San Lázaro, Francisco Rojas, y el diputado Rogelio Cerda advirtieron, respectivamente, que el dictamen sería votado esta misma semana y que el PRI se impondría en una sesión
rápida y furiosaen caso de no haber consenso, otros integrantes de la bancada se negaron a aprobar el documento sin cambios; acordaron incluso retirar del proyecto de ley aspectos particularmente impresentables, como la intervención del Ejército contra movimientos sociales, políticos, laborales y electorales, y cuestionaron la procedencia y la premura por aprobar el dictamen.
La evidente tensión que el tema ha generado entre los dos grupos parlamentarios del tricolor –por no hablar del rechazo que ha propiciado en el resto de las bancadas legislativas de la oposición– da cuenta de una fractura en el aparente consenso que existía en ese partido en torno a la citada reforma; pone en entredicho la expresión del diputado Alfonso Navarrete Prida de que el PRI estaba dispuesto a asumir el costo político de la misma –pues es evidente que hay sectores de ese partido que no lo están–, y subraya la improcedencia del afán de una fracción del tricolor en San Lázaro por aprobar el dictamen de ley antes del sábado: tal insistencia, en cambio, alimenta la percepción de que la premura de los legisladores priístas está motivada por presiones políticas inconfesables, más que por un verdadero interés por la seguridad del país.
Más allá de lo anterior, el dictamen de reforma ha propiciado, en unos cuantos días, el repudio de un sector amplio y creciente de la ciudadanía, y son sobradas y de peso las razones para ese rechazo: la reforma a la Ley de Seguridad Nacional no sólo da cobertura legal a una de las causas de la actual crisis de seguridad y del presente quebranto generalizado del estado de derecho –la decisión de enfrentar a la delincuencia organizada mediante operativos policiaco militares ineficaces contrproducentes–, sino constituye una afectación severa a las libertades y derechos fundamentales de la población.
El combate al crimen es una de las responsabilidades irrenunciables del gobierno y, para realizarla, éste debe contar con instrumentos jurídicos adecuados y eficaces. Pero resulta imperativo que tales mecanismos, además de no ser lesivos para las garantías individuales, estén respaldados por un amplio consenso legislativo y social. Por el contrario, la reforma a la Ley de Seguridad Nacional amenaza, en caso de ser aprobada por los diputados, con volverese un factor de división y tensión nacional mayúscula, en un entorno y en un momento en que el país está sobrado de esos elementos.